La semana pasada concluí la serie que durante varios meses había dedicado a los inicios de la Reforma. No puedo ocultar que me siento más que satisfecho de ella. No se trata únicamente de haber podido poner al alcance de un público al que se le ha hurtado la verdad histórica durante siglos, episodios que han marcado de manera decisiva la Historia universal. A eso se suma – y es lo que más me conmueve – las personas que, a través de esas entregas, han llegado a conocer el mensaje del Evangelio y a abrazarlo de todo corazón. Personalmente, no tengo mayor motivo de alegría en mi vida que el de saber que hay nuevas personas que han decidido abandonar su vida pasada y seguir a Jesús. Es para esas personas, de manera especial, que comienzo esta nueva serie. Pero también tiene otras finalidades no menos relevantes. La primera es que la gente pueda descubrir que, a pesar del antisemitismo católico de siglos, el cristianismo es un mensaje medularmente judío. Sin comprender el judaísmo del Segundo Templo, el cristianismo es absolutamente incomprensible y esa ignorancia trágica explica no pocas malinterpretaciones, dogmas disparatados y conductas alejadas del mensaje de Jesús con que se ha visto plagado desde hace siglos el cristianismo. Decía Erasmo – y lo decía a carcajadas en su Elogio de la locura – que algunos de los dogmas más importantes del catolicismo habrían sido rechazados por los apóstoles por la sencilla razón de que nunca los habrían entendido. Erasmo pecó no pocas veces de cínico, de cobarde y de acomodaticio, pero eso no quita para que diera en la diana más de una vez como en este caso. La segunda razón para esta serie es que permitirá acercarse al cristianismo en su estado más primitivo y puro. Aún vinculado a Israel, no se había contaminado de la filosofía griega ni del derecho romano. Es cierto que poco se parecía a no pocas de las confesiones de hoy, pero eso no es problema del historiador que debe relatar cómo, a partir de las fuentes, se desprende que sucedieron los hechos. En conjunto, esta serie permitirá acercarse, arrancando de las fuentes históricas cristianas y no-cristianas a lo que vivieron y creyeron los cristianos de las primeras décadas. Luego que cada cual saque sus consecuencias.
Las experiencias de la resurrección de Jesús y de Pentecostés
El proceso y posterior ejecución de Jesús, facilitados ambos, según las fuentes, por la acción de uno de sus discípulos, asestaron, sin duda, un enorme golpe emocional y espiritual en sus seguidores. Parece establecido que en el momento de su prendimiento, la práctica totalidad de los mismos optaron por ocultarse y que incluso uno de ellos, Pedro, había renegado de él para ponerse a salvo en una comprometida situación.[ii] Algunos días después de la crucifixión, las fuentes hacen referencia a que los discípulos se ocultaban en casas de conocidos por miedo a que la reacción que había causado la muerte de su maestro se extendiera a ellos también (Jn. 20, 19 y ss.).
Lo cierto es, sin embargo, que, en un espacio brevísimo de tiempo, se produjo un cambio radical en sus seguidores y que la comunidad de fieles, con centro en Jerusalén, cobró unos bríos y una capacidad de expansión que, quizá, no llegó a conocer Israel ni siquiera en los días de Judas el Galileo.[iii] La clave para entender la transformación total de los discípulos del ejecutado es conectada en las fuentes neotestamentarias de modo unánime con las apariciones del mismo como resucitado de entre los muertos. La fuente, posiblemente, más antigua de que disponemos al respecto (1 Cor. 15, 1 y ss.)[iv] hace referencia a apariciones en ocasiones colectivas (los apóstoles, más de quinientos hermanos) y en ocasiones individuales (Santiago, Pedro y, con posterioridad, Pablo).
Los relatos de los Evangelios y de los Hechos recogen igualmente diversos testimonios (Mt. 28; Mc. 16; Lc. 24; Jn. 20-21) de las mencionadas apariciones, que unas veces se localizan en la cercanía de Jerusalén y otras en Galilea, así como, en el caso de Pablo, camino de Damasco. Por otro lado, todas las fuentes coinciden en que semejante hecho fue rechazado inicialmente por los discípulos (Mt. 28, 16-7; Mc. 16, 11; Lc. 24, 13 y ss.; Jn. 20, 24 y ss.), y en que sólo el peso de la realidad repetida los llevó a cambiar de parecer.
El fenómeno descrito no puede atribuirse razonablemente a fingimiento de los discípulos y constituye, prácticamente, lo único que explica su transformación de atemorizados seguidores en denodados predicadores de su doctrina. La fe de los discípulos en la resurrección resulta un hecho indiscutible desde el punto de vista histórico, pero, como ha señalado certeramente F. F. Bruce,[v] no puede ser identificado con el hecho de la resurrección porque equivaldría a confundir la causa con el efecto.
A todo lo anterior se unió la convicción de que con la muerte y resurrección de Jesús había tenido lugar el inicio de la era del Espíritu, un concepto asociado en la fuente lucana con el pasaje de Jl. 2, 28 y ss. Existen paralelos de esta creencia en el caso de los sectarios de Qumrán (1QH VII, 6 y ss.; IX, 32; XII, 11 y ss.; CD V, 11; VII, 3 y ss.; 1QS IV, 20-3), pero en el caso de los judeo-cristianos el origen de la idea puede retrotraerse a supuestas profecías que las fuentes evangélicas atribuyen a Juan el Bautista (Lc. 4, 18 y 7, 22) y que se vieron confirmadas por la experiencia acaecida en el Pentecostés del año 30.
Esta fiesta estaba conectada con el judaismo posterior al exilio con la entrega de la Torah y la confirmación del pacto en el Sinaí. Puede ser incluso que la ceremonia de renovación del pacto que tenía lugar en Qumrán se celebrara en Pentecostés.[vi] De hecho, Jub. VI, 17 ya identifica Pentecostés con el aniversario de la entrega de la Torah e incluso con el del pacto con Noé. No podemos adentramos a fondo en el tipo de experiencia espiritual que tuvo lugar en Pentecostés, pero poco puede dudarse de su historicidad sustancial,[vii] como ha señalado buen número de autores.[viii] Partiendo de los datos suministrados por la fuente lucana, parece que en el curso de una reunión de oración —concebida quizá como renovación del Nuevo pacto establecido por Jesús en su última cena— se produjo un estallido de entusiasmo espiritual que vino acompañado por un fenómeno de glosolalia y seguido de una predicación pública del mensaje de Jesús (Hch. 2, 1-41). Según la misma fuente, parece posible que Pentecostés fuera representado como una renovación del pacto con los seguidores judíos de Jesús y además como una apertura a todas las demás naciones. Sin embargo, aun aceptando los elementos teológicos presentes en el relato, no tiene por qué descartarse la base fáctica del mismo, que cuenta, por otra parte, con paralelos históricos.[ix]En todos ellos vuelve a repetirse el trinomio de oración fervorosa, glosolalia y predicación multitudinaria. Lejos de presentársenos como un relato de contenido ficticio, la perspectiva histórica nos obliga a ver la experiencia pentecostal como, quizá, la primera dentro de una serie similar de eventos pneumáticos acontecida desde entonces en diversos contextos históricos y religiosos.
El conocimiento que tenemos del judeo-cristianismo en los primeros años se encuentra circunscrito prácticamente a la comunidad jerosilimitana.[x] Es muy posible que siguieran existiendo grupos de seguidores de Jesús en Galilea,[xi] aunque no se puede descartar la emigración de algunos —como los apóstoles— a Jerusalén. Trataremos más adelante el tema de su organización interna y de su composición social, pero resulta obligatorio señalar ya aquí que el colectivo parece haber estado dirigido por los apóstoles designados por Jesús para juzgar a las Doce tribus de Israel (Mt. 19, 28; Lc. 22, 30).[xii] El hecho de que el grupo se hubiera visto reducido a once por la traición de Judas obligó a los restantes a cooptar mediante sorteo a otro apóstol, al que se llama Matías en la fuente lucana (Hch. 1, 21 y ss.). Con todo, no parece que existiera la creencia en una sucesión apostólica como encontramos ya en el siglo IV y así, no se nos dice que a la muerte de Santiago, el hijo de Zebedeo, años más tarde se produjera ninguna elección para cubrir su vacante (Hch. 12, 2).
La comunidad judeo-cristiana de Jerusalén practicaba una comunidad de bienes,[xiii] quizá como continuación de la costumbre desarrollada entre Jesús y los Doce de tener una bolsa común (Jn. 12, 6; 13, 29). El dinero reunido así parece haber servido para mantener a los más pobres (Hch. 2, 44 y ss.; 4, 32 y ss.). En cualquier caso, y a diferencia de Qumrán (1QS VI, 24 y ss.) tal régimen no parece haber estado sometido a ningún reglamento estructurado ni tampoco haber sido general ni obligatorio para pertenecer al colectivo. Con todo, el engaño en esta práctica concreta era contemplado como una falta gravísima susceptible de terribles castigos (Hch. 5, 1 y ss.).
Ceñida inicialmente a una vida centrada en la práctica de sus ritos[xiv] y en la predicación orientada a los judíos exclusivamente, las fuentes parecen apuntar a un éxito notable derivado en parte del celo de sus predicadores, en parte de su vida de caridad y en parte de sus argumentos teológicos. La idea de un Mesías que hubiera padecido podía no ser agradable para muchos judíos, pero resultaba relativamente fácil de defender a partir de pasajes como el capítulo 53 de Isaías, donde se nos habla de un «siervo» sufriente que entrega su vida de manera expiatoria.[xv] Tal enfoque debió de ser necesariamente muy primitivo y datos como los suministrados por los discursos petrinos contenidos en Hch. 2, 14-39 o 3, 12-26 presentan por ello notables visos de verosimilitud.
Jesús era el Mesías sufriente y Dios lo había rehabilitado tras su muerte mediante la resurrección (Hch. 2, 32 y 3, 15). Su ejecución se había producido en virtud de una letal conjunción de las fuerzas paganas hostiles a Israel y de las fuerzas judías infieles a Dios (Hch. 2, 23 y 3, 17 y ss.). Con todo, a través de aquella tragedia Dios había realizado su propósito, encaminado a ofrecer la salvación mediante la fe en el Mesías (Hch. 2, 38; 3, 16 y 19; 4, 11-12). Israel tenía abiertas las puertas para volverse al Mesías que había rechazado poco antes y, finalmente, Jesús regresaría procediendo a una renovación cósmica (Hch. 3, 19 y ss.). Hasta entonces, era posible verificar la realidad de aquella proclamación en la sucesión de hechos taumatúrgicos (Hch. 2, 33; 3, 16), así como en el escrutinio de los pasajes de la Escritura que lo profetizaban detalladamente (Hch. 2, 30; 3, 18), a fin de proceder a la única posibilidad coherente: creer en Jesús y simbolizar esa fe mediante el bautismo en agua (Hch. 2, 38; 3, 19; 4, 11-12).
Semejante predicación, preñada de esperanza, ligada a la realización de curaciones (Hch. 3, 1; 5, 14 y ss.) y a la práctica, no siempre exenta de dificultades,[xvi]de la beneficencia, parece haber tenido un eco en segmentos relativamente importantes de la población (Hch. 2, 41; 5, 12 y ss., etc.), lo suficiente como para que las autoridades religiosas volvieran sus ojos una vez más hacia el movimiento y terminaran tomando medidas dirigidas contra el mismo (Hch. 4, 1 y ss.).
El enfrentamiento con las autoridades religiosas judías
Enclavada geográficamente en Jerusalén, aunque muchos de sus componentes parecen haber procedido originalmente de otros lugares,[xvii] la comunidad judeo-cristiana primitiva mantuvo vínculos con el Templo y con todo lo que éste pudiera implicar en la vida de la nación de Israel.[xviii] A diferencia de la postura sostenida por los sectarios del mar Muerto, la primera comunidad —al menos antes del nombramiento de los diáconos y de la primera persecución, si atendemos al testimonio lucano— no rechazó el culto diario del Templo. Por el contrario, parece haber sido la práctica habitual el participar en el mismo (Hch. 2, 46; 3, 1 y ss.), e incluso utilizar alguna de sus áreas como sitio de reunión (Hch. 5, 12).
A pesar de todo lo anterior, el libro de los Hechos recoge tradiciones relativas a enfrentamientos entre el Sanedrín, y la comunidad de Jerusalén incluso en estos primeros tiempos (Hch. 4, 1-22; 5, 17 y ss.). La noticia tiene considerables visos de verosimilitud si tenemos en cuenta el recuerdo aún fresco de la persona que había dado origen al movimiento y la manera en que sus seguidores culpaban de la ejecución a algunos de los dirigentes de la nación judía (Hch. 2, 23; 4, 27).[xix]
La contenida especialmente en el relato de Hechos 4, referente a una comparecencia de dos de los apóstoles ante el Sanedrín, parece estar basada en datos considerablemente fidedignos. El v. 5 nombra tres grupos determinados (sacerdotes jefes, ancianos y escribas) que formaban la generalidad del Sanedrín. Entre los sacerdotes jefes, el grupo más importante, se nombra a Anás (en funciones del 6 al 15 d. J.C.), al que se hace referencia en primer lugar por su edad e influencia; a Caifás, sumo sacerdote en esos momentos; a Jonatán, hijo de Anás, que sucedería a Caifás como sumo sacerdote (37 d. J.C.) y que, quizá, en aquella época era jefe supremo del Templo;[xx] a Alejandro, al que señalan otras fuentes y a otros miembros de familias sacerdotales. En su conjunto, esta referencia de Hechos, por lo demás totalmente aséptica, confirma los datos del Talmud relativos al nepotismo de la jerarquía sacerdotal, un sistema de corruptelas encaminado a lograr que sus miembros ocupasen los puestos influyentes de sacerdotes jefes en el Templo. No sólo el yerno de Anás era sumo sacerdote en funciones y uno de sus hijos, como jefe del Templo, ya estaba encaminado en la misma dirección, sino que es más que probable que la familia de Anás ocupara el resto de los puestos de sacerdotes jefes.
Para el año 66 d. J.C., aquella jerarquía, marcada por la corrupción familiar más evidente, tenía en su poder el Templo, el culto, la jurisdicción sobre el clero, buena parte de los escaños del Sanedrín e incluso la dirección política de la asamblea del pueblo.[xxi] Con todo, y pese a que era más que dudosa su legitimidad espiritual,[xxii] de acuerdo con los baremos judíos, no nos consta que existiera una agresividad personal del judeo-cristianismo hacia el clero alto, mayor, por ejemplo, al qué nos ha sido recogido en las páginas del Talmud, donde no sólo se les acusa de nepotismo, sino también de recurrir sistemáticamente a una extrema violencia física (b Pes. 57a bar; Tos. Men. XIII, 21 [533, 33]).
Ciertamente los judeo-cristianos atribuían una autoridad mayor a Jesús que a las autoridades religiosas de Israel y al Templo (Hch. 5, 28-9), en armonía con las propias palabras de aquél (Mt. 12, 6; 41-42; Lc. 11, 31-2), pero no tenemos datos que apunten tampoco a un rechazo directo de las mismas, ni siquiera a una negación directa de su autoridad. Tal parece incluso haber sido la postura de Pablo varias décadas después (Hch. 23, 2-5). Muy posiblemente, la comunidad mesiánica las consideraba como parte de un sistema cuya extinción estaba cerca y al que no merecía la pena oponerse de manera frontal. Como tendremos ocasión de ver, la sucesión de acontecimientos históricos se mostraría similar a lo previsto por la intuición cristiana.
Por otro lado, y en lo referente a la responsabilidad en la muerte de Jesús, las fuentes indican que la comunidad judeo-cristiana la hizo bascular también sobre la nación como colectivo y no sólo sobre los saduceos (Hch. 2, 22 y ss.), aunque se acentuara el papel desempeñado por Herodes, el tetrarca de Galilea y por Pilato (Hch. 4, 27 y ss.) como elementos decisivos en la condena y ejecución. La comunidad judeo-cristiana esperaba el final del sistema presente (Hch. 1, 6 y ss; 3, 20 y ss.), pero colocaba dicha responsabilidad sobre las espaldas de la divinidad (Hch. 3, 20 y ss.) y no sobre las suyas, en contraposición, por ejemplo, a como sucedería con posterioridad con los zelotes.
A primera vista, y observado desde un enfoque meramente espiritual, la presencia de los judeo-cristianos era, sin duda, molesta, y muy especialmente para los saduceos. Pero, inicialmente, para algunos, desde un punto de vista político y social, el movimiento debía resultar inocuo y, precisamente por ello, es comprensible la mediación de Gamaliel,[xxiii] el fariseo, en el sentido de evitar un ataque frontal, tal como se nos refiere en la fuente lucana (Hch. 5, 34 y ss.). Los precedentes apuntaban a la escasa vida de ciertos conatos levantiscos[xxiv] que, incluso, parecían más robustos que el judeo-cristianismo inicial. La actitud de Gamaliel no parece, sin embargo, haber sido generalizada. La casta sacerdotal distaba mucho de contemplar de esa manera al grupo inspirado en la enseñanza de Jesús. Desde su punto de vista, tenían buenas razones para ello. En primer lugar, estaba su visión —políticamente muy exacta— que temía cada posibilidad de revuelta en Palestina a causa de los peligros inherentes a una intervención enérgica por parte de Roma para sofocarla. Aquél fue, seguramente, uno de los factores determinantes en la condena de Jesús (Jn. 11, 47-53).
Si aquel grupo —que creía en un Mesías— captaba adeptos sobre todo entre elementos sociales inestables como podrían ser los menos favorecidos o los sacerdotes humildes,[xxv] lo más lógico era pensar que la amenaza no había quedado conjurada con la muerte de su fundador. Mejor sofocarla cuando sólo se hallaba en ciernes que esperar a que se convirtiera en algo demasiado difícil de controlar.
A lo anterior se unía un factor teológico de cierta trascendencia, factor del que se sabrían aprovechar los primeros cristianos. La comunidad de Jerusalén creía en la resurrección, doctrina rechazada por los saduceos, lo que ahondaba aún más las diferencias entre ambos colectivos. No obstante, a nuestro juicio, la razón para el choque, al menos en lo relativo a la clase sacerdotal y los saduceos, vino más vinculada a razones políticas y sociales que meramente religiosas.
La tolerancia duró poco tiempo. Si inicialmente el movimiento se vio sometido sólo a una reprensión verbal, en parte gracias a la mediación de Gamaliel (Hch. 4, 21-22), pronto resultó obvio que si se deseaba tener unas perspectivas mínimas de frenarlo habría que recurrir a la violencia física. Ésta fue descargada sobre la persona de dos de sus dirigentes, Pedro y Juan, y no parece que nadie mediara en esta ocasión en favor de ellos (Hch. 5, 40 y ss.). El fracaso de esta medida (Hch. 6, 1-7), así como la conversión de algunos sacerdotes a la fe del colectivo, terminó por desencadenar una persecución, cuyas consecuencias no eran entonces previsibles (Hch. 6, 7 y ss.) ni para los judeo-cristianos ni para sus adversarios.
La muerte de Esteban (c. 33 d. J.C.)[xxvi]
El pretexto para la persecución contra el judeo-cristianismo parece haberlo proporcionado Esteban (Hch. 6, 8-8, 1), un judeo-cristiano , posiblemente helenista,[xxvii] que había sido elegido como diácono por la comunidad cuando se produjo el conflicto entre sus componentes de habla griega y habla aramea. Supuestamente, éste había entrado en una discusión de tipo proselitista con miembros de la sinagoga de los libertos.[xxviii] Es más que posible que esperara hallar un eco favorable a su predicación habida cuenta del origen de aquellos a los que se dirigía. Sin embargo, el resultado fue muy otro. De hecho, el joven judeo-cristiano fue conducido ante el Sanedrín como presunto culpable de blasfemia (Hch. 6, 10-14).
La base de la acusación descansaba no sólo en la interpretación de la Torah que hacía Esteban (al parecer, similar a la del propio Jesús), sino también en el hecho de que Esteban había relativizado el valor del Templo hasta el punto de afirmar que el mismo sería demolido por el Mesías al que confesaba (Hch. 6, 13-4). Aunque resulta difícil no aceptar la idea de que las acusaciones contra él fueran expuestas con un cierto grado de tendenciosidad, no puede desecharse la existencia de una base real para las mismas.[xxix] Es más, a nuestro juicio, reproducían en buena medida el pensamiento de Esteban, pero presentado con una carga subversiva que, seguramente, no poseía. En multitud de ocasiones, la disidencia religiosa de las minorías ha sido retratada por sus oponentes a lo largo de la historia como un peligro político y resulta muy posible que sucediera lo mismo en el caso de Esteban. Ahora bien, como ha señalado acertadamente F. F. Bruce,[xxx] por muy maliciosos que pudieran ser sus oponentes, lo cierto es que la muerte de Esteban contaba con una base legal por cuanto había atacado la institución del Templo en su predicación.
Para los creyentes en la Torah oral transmitida por tradición, ésta se había originado en Moisés y una postura relativizadora como la de Jesús era provocadora e inadmisible (Mc. 7, 1-23; Mt. 15, 1-20). Si los fariseos estaban en el mismo terreno que los judeo-cristianos en lo relativo a la resurrección, seguramente no estaban dispuestos a transigir en lo relativo a la Torah oral. En cuanto a las profecías sobre la destrucción del Templo de Jerusalén ciertamente contaban con una larga historia de precedentes que se remontaba al Primer Templo (Jr. 7-11; 26, 1-19; Is. 1, 16-17; Ez. 6, 4-5, etc.), y conocemos ejemplos posteriores (Guerra 300-309), pero la mayor o menor frecuencia con que se produjeron estos incidentes no logró que ese tipo de anuncios resultara tolerable a los oídos de los que, en buena medida, o vivían de la Ciudad Santa como la casta sacerdotal o la tenían en altísima estima, como era también el caso de los fariseos.
La defensa de Esteban, tal como nos ha sido transmitida en los Hechos (Hch. 7, 1-53), no podía contribuir a mejorar la situación. Partiendo de una hábil relación de pasajes del Antiguo Testamento, que encontrará paralelos en el Nuevo Testamento y en otros escritos paleocristianos, el diácono parece haber subrayado la sempiterna dureza de Israel frente a los propósitos de Dios así como los antecedentes de una adoración espiritual separada de la idea del Templo. La era mesiánica se había iniciado con Jesús y con ello la era de la Torah veía su fin próximo.
La idea no era en sí novedosa y, de hecho, encontramos paralelismos también en la literatura rabínica,[xxxi] pero, en el caso judeo- cristiano, implicaba no sólo el tener que aceptar la mesianidad de Jesús sino también el carácter precario de las instituciones religiosas presentes. Ambos extremos de la controversia resultaban excesivos para los oyentes y más si tenemos en cuenta la reciente ejecución de Jesús.
El tono del discurso de Esteban resulta indiscutiblemente judeo-cristiano —desde luego, no hubiera podido ser captado por un gentil[xxxii]— lo que aboga en favor de una tradición auténtica subyacente. De hecho, los datos recogidos por Epifanio en su Panarion 30, 16 relativos a una secta judeo-cristiana que pretendía que Jesús había predicado la desaparición de los sacrificios del Templo presentan un claro paralelismo con la acusación contra Esteban y su discurso. Pronunciada ante un auditorio lógicamente hostil (Hch. 7, 54 y ss.) por las razones ya apuntadas, la defensa pronunciada por Esteban fue interrumpida y terminó en un linchamiento pese a la apariencia previa de diligencias judiciales (Hch. 7, 54-8, 1).
J. Klausner,[xxxiii] que consideró indiscutible la veracidad histórica del relato, sugirió que la muerte de Esteban debía atribuirse a un grupo de incontrolados en lugar de a las autoridades judías de la época. Creemos más posible que tal acción hallara su origen en sectores de mayor amplitud. Las autoridades judías carecían de jurisdicción para imponer la pena de muerte según nos informan las fuentes talmúdicas (TJ Sanedrín 1:1; 7:2) y evangélicas (Jn. 18, 31),[xxxiv] pero tal hecho no nos permite excluirles de haber contado con un papel relevante en el asesinato de Esteban. De hecho, su intervención hubiera contribuido a que la muerte adquiriera visos de legalidad no sólo en cuanto a la ratio iuris sino también en lo relativo a los ejecutores.
En cuanto al contexto concreto caben dos posibilidades:
— De acuerdo con la primera,[xxxv] la marcha de Pilato hacia Roma a inicios del 37 d. J.C. marcó un vacío suficiente de poder como para permitir que Caifás o su sucesor, aprovechándolo, dieran muerte a Esteban. Tal hecho vendría así a contar con un paralelo histórico posterior en la muerte de Santiago, el hermano de Jesús. Con todo, tal tesis choca con la cronología de las fuentes —piénsese que la muerte de Esteban fue previa a la conversión de Pablo y que ésta tuvo lugar con seguridad antes del 37 d. J.C.— y abusa, a nuestro juicio, del mencionado paralelismo.
— El profesor F. F. Bruce[xxxvi] ha señalado otra posibilidad y es la de que el hecho tuviera lugar antes de la marcha de Pilato, pero después de la caída en desgracia de su valedor Sejano en el 31 d. J.C. El carácter, cuando menos incómodo, de sus relaciones con Tiberio le habría convertido en un personaje temeroso de la confrontación con las autoridades judías. Enterado de la muerte de Esteban, habría preferido cerrar los ojos ante el hecho consumado y más teniendo en cuenta el papel desempeñado por las autoridades religiosas judías en el mismo. La tesis de F. F. Bruce es, desde nuestro punto de vista, muy probable ya que permite encajar los datos de las fuentes con la cronología indiscutible de las mismas, da respuesta al hecho de que tal crimen no fuera perseguido y armoniza con lo que sabemos de Pilato a través de diversas fuentes. Finalmente, además el destino de Pilato sería la destitución en virtud precisamente de una confrontación con las autoridades religiosas judías.[xxxvii]
La muerte tuvo lugar mediante lapidación, la pena habitual en el caso de blasfemia (Dt. 17, 7; San. 6: 1-4).[xxxviii] De acuerdo con la fuente lucana, entre los presentes se hallaba un joven de Tarso, Cilicia, llamado Saulo. Cabe la posibilidad, derivada de su lugar de nacimiento, de que Saulo fuera miembro de la sinagoga donde se había desarrollado la controversia con Esteban, pero, en cualquier caso, lo cierto es que consideraba abominable la visión teológica de éste y consideraba justa su muerte.
A partir de ahí (Hch. 8, lss) se desencadenó una persecución contra los judeo-cristianos de la que no estuvo ausente una violencia a la que no cabe atribuir otra finalidad que la pura y simple erradicación de un movimiento que estaba demostrando una capacidad de resistencia considerablemente mayor de lo esperado.
A través de Clemente (Rec. 53-71) nos ha llegado otra versión que confirma, en líneas generales, lo relatado en los Hechos. La fuente presenta un cierto interés adicional ya que cabe la posibilidad de que recoja una tradición judeo-cristiana. Aunque en ella hay elementos de carácter que sólo podemos calificar de legendario (la convicción del sumo sacerdote tras siete días de debate con Santiago acerca de la veracidad del cristianismo hasta el punto de estar dispuesto a recibir el bautismo, el papel sobresaliente de Santiago, el hermano de Jesús, ya en este período, etc.), lo cierto es que también encontramos datos que arrojan luz sobre la controversia judeo-cristiana confirmando en buena medida la fuente lucana.
En primer lugar, el enfrentamiento se centra fundamentalmente entre los saduceos y los judeo-cristianos. Es lógicamente la secta más ligada al Templo (en todos los sentidos) la que se siente más afectada por el nuevo movimiento, a la ejecución de cuyo fundador contribuyó activamente. Aunque los judeo-cristianos no se oponen al Templo directamente, creen, sin embargo, (y así lo expresan por boca de Pedro) que los días de éste se hallan contados, una actitud que, como veremos, encontramos repetidas veces en otros escritos judeo-cristianos del Nuevo Testamento anteriores a la destrucción del 70 d. J.C. Los fariseos aparecen divididos entre una actitud más de compás de espera que de tolerancia, similar a la mostrada por Gamaliel en los Hechos, y otra, la de Saulo, que ha descubierto ya que el nuevo movimiento implica un ataque frontal contra el judaismo tradicional. Esteban no es mencionado, si bien el peso inicial de la controversia recae en un judeo-cristiano cuyo nombre, Felipe, parece denotar filiación helenista. Finalmente, se nos señala cómo las autoridades judías no tuvieron ningún inconveniente en recurrir a la fuerza en el enfrentamiento con el judeo-cristianismo, mientras éste optaba por una actitud de no violencia.[xxxix]
Los escritos de Pablo son más parcos en cuanto al desencadenamiento de la persecución contra los judeo-cristianos, pero igualmente parecen confirmar los datos que poseemos. La persecución en la que él intervino tenía como finalidad clara la aniquilación del judeo-cristianismo, al que contemplaba como un ataque contra las tradiciones judías,[xl] circunstancia ésta más que comprensible si partimos de su militancia farisea (Flp. 3, 5-6).
Frente a aquel movimiento se unían —como, posiblemente, sucedió con la muerte de Jesús— dos grupos, saduceos y fariseos, a los que separaban entre sí multitud de aspectos. Para el primero de ellos, el judeo-cristianismo implicaba, sobre todo, una amenaza a su statu quo; para el segundo, un ataque contra la Torah de Moisés tal como ellos pensaban que debía ser interpretada. Es más que posible que después de la muerte de Esteban, alguien que se había manifestado muy claramente sobre el Templo y la nación de Israel en su conjunto, los mismos fariseos moderados prefirieran mantenerse, en la medida de lo posible, a distancia. Desde luego parece desprenderse de las fuentes que esta vez nadie se atrevió a optar por su defensa.
Desencadenada la persecución con una rapidez inesperada, al estilo de otros progromos religiosos del pasado y del presente, el mismo Esteban no pudo siquiera ser enterrado, a diferencia de otros judíos ejecutados en el pasado como Juan el Bautista (Mt. 14, 12; Mc. 6, 29) o Jesús (Mt. 27, 57-61; Mc. 15, 42-47; Lc. 23, 50-56; Jn. 19, 38-42), por las personas cercanas a él. De su sepelio se ocupó un grupo de hombres «piadosos»[xli]. Con todo, lo que quizá fue contemplado como una medida eficaz contra la comunidad de Jerusalén por parte de sus perseguidores se iba a revelar, indirectamente, como una circunstancia que propiciaría su expansión ulterior.
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Para una discusión relativa al problema de las apariciones de Jesús, las posibles explicaciones del fenómeno y las fuentes relacionadas con las mismas, véase capítulo XI.
[ii] Sobre el tema, remitimos al lector a C. Vidal, Jesús y Judas, Barcelona, 2008, donde se analiza además el denominado Evangelio de Judas.
[iii] Para este tema, remitimos a C. Vidal, Jesús el judío.
[iv] Una discusión sobre las tradiciones contenidas en esta fuente, véase C. Rowland, Christian Origins, Londres, 1989, pp. 189 y ss.
[v] F. F. Bruce, New Testament…, ob. cit., pp. 205 y ss.
[vi] A. R. C. Leaney, The Rule of Qumran and its Meaning, Londres, 1966, pp. 95 y ss.
[vii] En este sentido, véanse J. Munck, The Acts…, ob. cit., 1967, pp. 14- 15; E. M. Blaiclock, ob. cit., 1979, pp. 49 y ss.; F. F. Bruce, The Acts…, ob. cit., pp. 49 y ss.; I. H. Marshall, The Acts of Apostles, Grand Rapids, 1991, pp. 67 y ss.
[viii] En este sentido, véase también: C. S. Mann, «Pentecost in Acts», en Publicación, pp. 271-275.
[ix] Hacemos referencia a los mismos en el capítulo IX del presente estudio al analizar la pneumatología. Ejemplos paralelos son, entre muchos otros, y sólo dentro del cristianismo, los casos de John y Charles Wesley, George Whitefield y Charles Finney, George Fox y los cuáqueros, y, por supuesto, los movimientos carismáticos contemporáneos.
[x] E. Lohmeyer, Galilaa und Jerusalem, Gotinga, 1936; R. H. Lightfoot , Locality and Doctrine in the Gospels, Londres, 1938, pp. 78 y ss.; H. Conzelmann, The Theology…, ob. cit., pp. 18 y ss.
[xi] Acerca de esta cuestión, véase R. L. Niswonger, New Testament History, Grand Rapids, 1988, pp. 181 y ss.
[xii] Se ha discutido, sin mucha base a nuestro juicio, la historicidad de esa designación en vida de Jesús. En favor de aceptar la misma, véanse M. Hengel, The Charismatic Leader and His Followers, Edimburgo, 1981, pp. 68 y ss.; E. R Sanders, Jesus and Judaism, Filadelfia, 1985, pp. 98 y ss.
[xiii] Sobre este tema, véase capítulo VII de esta misma parte.
[xiv] Éstos parecen haber sido el bautismo de agua (Hech. 2, 41), el partimiento del pan seguramente en el contexto de una comida comunitaria y las oraciones (Hech. 2, 42). Sobre este tema volveremos más adelante.
[xv] Sobre esta cuestión, véanse el capítulo de este estudio dedicado a la cristología judeo-cristiana, así como C. H. Dodd, According to the 25, Londres, 1952, y B. Lindars, New Testament Apologetic, Londres, 1961.
[xvi] Según las fuentes, generalmente internas como se desprende del caso de Ananías y Safira (Hech. 5, 1 y ss.) y de la disputa entre judeo-cristianos helenistas y hebreos (Hech. 6, 1 y ss.) que desenvocó en el nombramiento de los diáconos. Sobre este último tema, véase la tercera parte de esta obra.
[xvii] Resulta innegable una preponderancia galilea, si no numérica al menos moral, entre los primeros componentes de la comunidad mesiánica ; véanse Hechos 1, 13 y ss. En efecto, tanto la fuente joánica como la mateana señalan que antes de asentarse de manera específica en Jerusalén, los seguidores de Jesús volvieron a su tierra natal (Jn. 21, Mt. 28, 16 ss.). La mencionada secuencia es omitida por las tradiciones de Lucas y Marcos, pero parece existir un eco de la misma en la narración de las apariciones del resucitado recogida en I Corintios 15, 1 y ss.
[xviii] Sobre el papel del templo, véanse C. Vidal, Jesús el judío (en prensa); «Templo», en Diccionario de Jesús… ob. cit.; El primer Evangelio…, ob. cit.; A. Edersheim, The Temple, Grand Rapids, 1987; J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús, Madrid, 1985, pp. 38 y ss.; E. Schürer, The History… , ob. cit., y, vol. II, pp. 237 y ss.; F. J. Murphy, The Religious World of Jesus, Nashville, 1991, pp. 76 y ss.
[xix] El pasaje presenta paralelos en los Evangelios, véanse Mateo 27, 35; Marcos 15, 24; Lucas 23, 33; Juan 19, 18.
[xx] J. Yoma III 8, 41.a 5 (III-2, 197) señala que el sumo sacerdote no era nombrado si con anterioridad no había sido jefe supremo del templo.
[xxi] Véase en este sentido Josefo, Ant. XX 8, 11 y ss., en lo relativo a las embajadas, por regla general, compuestas por sacerdotes dirigentes.
[xxii] Véase, en este sentido, J. Jeremias, Jerusalén…, ob. cit., pp. 209 y ss.
[xxiii] Sobre Gamaliel, véanse W. Bacher, Die Agada…, ob. cit., t. I, pp. 73-95; F. Manns, Pour lire…, ob. cit., pp. 78 y ss.; G. Alon, The Jews…, ob. cit., pp. 188 y ss.; 239 y ss.
[xxiv] Coincidimos plenamente con H. Guevara, Ambiente político del pueblo judío en tiempos de Jesús, Madrid, 1985, pp. 216 y ss., en considerar el episodio de Gamaliel de Hechos 5, 36-37 como plenamente histórico. De no ser así, no sólo no hubiera actuado en favor de la propaganda cristiana sino en su contra. Naturalmente, el Teudas (Teodoro) mencionado por el citado fariseo debe ser entonces identificado con Matías, hijo de Margalo, que, junto con Judas, poco antes de la muerte de Herodes I, se sublevó contra el monarca para derribar un águila de oro colocada en el Templo. Los dos rebeldes fueron quemados vivos (Flavio Josefo, Guerra I, 648-655; Ant. XVII, 149-167).
[xxv] Sobre la situación del clero inferior debe recordarse que mayoritariamente hizo causa común con los elementos populares en el año 66 d. J.C., en oposición al alto clero; véase Flavio Josefo, Guerra II 17, 2 y ss.
[xxvi] Acerca de Esteban, véase C. K. Bairett, «Stephen and the Son of Man», en BZNW, 30, Berlín, 1964, pp. 32-38; F. Mussner, «Wohnung Gottes und Menschensohn nach der Stephanusperikope», en R. Pesch (ed.), Jesus und der Menschensohn, Friburgo, 1975, pp. 283-299; J. Kilgallen, «The Stephen Speech», en AnBib, 67, 1976; C. Scobie, «The Use of Source Material in the Speeches of Acts III and VII» en NTS, 25, 1978-1979, pp. 399-421.
[xxvii] En favor de identificar a Esteban con un Samaritano, véase W. F. Albright y C. S. Mann, «Stephen’s Samaritan Background», en J. Munck, The Acts…, ob. cit., pp. 285-304.
[xxviii] Estos libertos procedían en su mayor parte de Roma. Capturados en la guerra de Pompeyo y libertados posteriormente, según indica Filón (Leg. ad Caium, 155), parecen haber estado especialmente ligados a la sinagoga a la que se refiere Hechos 6, 1. Con toda seguridad, los judíos de Roma que acudían a Jerusalén para las fiestas religiosas se aposentaban en la hospedería contigua a esta sinagoga.
[xxix] D. Gooding, An Unshakeable Kingdom, Toronto, 1976, ha señalado que el esquema teológico subyacente en la epístola a los Hebreos —obra también de un judeo-cristiano helenista— viene a ser el mismo, aunque más elaborado, que el del discurso de Esteban.
[xxx] F. F. Bruce, Paul…, ob. cit., p. 68.
[xxxi] T. B. Sanedrín 97a; Shabbat 151b. Apoyando esta misma conclusión, véase desde una perspectiva judía L. Baeck, «The Faith…», art. cit., pp. 93 y ss. y, desde una cristiana, W. D. Davies, The Setting of the Sermon on the Mount, Cambridge, 1964, pp. 446 y ss.
[xxxii] En el mismo sentido F. F. Bruce, New Testament…, ob. cit., pp. 224 y ss. Bruce insiste en el hecho de que el discurso de Esteban es el único lugar aparte de los Evangelios donde aparece el título de «Hijo de hombre» aplicado a Jesús. Esto indicaría un trasfondo arameo, ausente en los escritos neotestamentarios no redactados en Israel, ya que en un ambiente externo al de Israel tal alocución carecería de sentido.
[xxxiii] J. Klausner, Jesús…, ob. cit., 1944, p. 292.
[xxxiv] En el mismo sentido F. F. Bruce, New Testament…, ob. cit., pp. 199 y ss. y J. Jeremias, «Zur Geschichtlichkeit des Verhors Jesu vor dem Hohen Rat», en Zeitschrift für die Neutestamentliche Wissenschaft, 43, 1950- 1951, pp. 145 y ss.
[xxxv] Véase B. Reicke, The New Testament Era, Filadelfia, 1968, pp. 191 y ss.
[xxxvi] F. F. Bruce, New Testament…, ob. cit., pp. 225 y ss.
[xxxvii] Acerca de Pilato, véanse F. Morison, And Pilate Said, Nueva York, 1940; J. Blinzler, The Trial of Jesus, Westminster, 1959, pp. 177-184; A. H. M. Jones, «Procurators and Prefects in the Early Principate», en Studies in Roman Government and Law, Oxford, 1960, pp. 115-125; E. Schürer, The History…, ob. cit., I, pp. 357 y ss.; J. P. Lémonon, Pilate et le gouvernement de la Judée, París, 1981.
[xxxviii] No deja de ser interesante la mención del nombre de Jesús en la oración final de Esteban, ya que tal circustancia implica la existencia de una alta cristología en un momento muy temprano de la historia del cristianismo. En este mismo sentido, se ha manifestado M. Hengel, «Christologie und neutestamentliche Chronologie», en H. Baltensweiler y B. Reicke, Nenes Testament…, ob. cit., pp. 43-67, y M. Hengel, Between Jesus and Paul, Londres, 1983, pp. 30-47, quien ha señalado que el desarrollo cristológico había ya llegado a su fase crucial en los cinco primeros años posteriores a la muerte de Jesús. Sobre esta cuestión volveremos al estudiar la cristología del judeo-cristianismo.
[xxxix] Sobre los antecedentes de la visión de no violencia en la enseñanza de Jesús, véanse Mateo 5, 9; 5, 21-26; 5, 43-48; 26, 52; Juan 18, 36. Ha sido precisamente un autor judío, D. Flusser, Jesús en sus palabras y su tiempo, Madrid, 1975, pp. 81 y ss., el que ha apuntado el hecho de que este radicalismo es una aportación original de Jesús sin antecedentes en el judaismo. Sobre el carácter «pacifista» de Jesús, véase M. Wilcox, «Jesus in the Light of His Jewish Environment», en ANRW, II, 25, 1, 1984, pp. 131-195.
[xl] Gálatas 1, 13-14 y 1, 22 y ss. dejan de manifiesto que el objetivo de la persecución no sólo fueron los helenistas, sino también los demás judeo-cristianos.
[xli] Véanse Hechos 8, 2. Sobre el tema, comentando diversas alternativas, véanse J. Munck, The Acts…, ob. cit., p. 70 ss.; I. H. Marshall, The Acts…, ob. cit., p. 151 y ss., ha sugerido que Esteban fue sepultado en su calidad de criminal ejecutado y que, si la prohibición de luto público por los criminales (Sanh. 6, 6) estaba en vigor en el siglo I d. J.C., aquellos que lo lloraron realizaron con tal acto una acción de protesta contra la ejecución.