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Martes, 5 de Noviembre de 2024

Del jueves al inicio del viernes: la última Pascua

Jueves, 29 de Marzo de 2018

A partir de hoy y hasta el domingo, voy a suprimir las secciones habituales sustituyéndolas por un relato de lo que fueron estos días en la última semana de vida terrenal de Jesús. Espero que lo encuentren de interés. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!

Desconocemos lo que sucedió desde la noche del martes en que Jesús reprendió a Judas hasta el jueves en que comenzaron los preparativos de la Pascua. Lo más posible es que Jesús permaneciera prudentemente en Betania. No debió de estar especialmente comunicativo sobre sus propósitos más inmediatos porque la mañana del jueves los discípulos aún no sabían donde deseaba comer la cena de Pascua y se vieron obligados a acercarse a él para preguntárselo (Lucas 22, 7; Mateo 26, 17; Marcos 14, 12). Como en tantas ocasiones, Jesús no había dejado nada a la improvisación. Comunicó a dos de sus discípulos – la fuente lucana (Lucas 22, 8) indica que eran Pedro y Juan – que debían descender a la Ciudad Santa a ocuparse de todo. Bastaría con que se encontraran a la entrada de Jerusalén con un hombre que llevaría un cántaro – una circunstancia un tanto peculiar si se tiene en cuenta que las mujeres eran las que, habitualmente, se ocupaban de esos menesteres – y le siguieran. El sujeto en cuestión les conduciría a un lugar ya preparado para comer la cena de Pascua.

Efectivamente, los acontecimientos se desarrollaron tal y como Jesús les había dicho (Lucas 22, 8 ss; Mateo 26, 18 ss; Marcos 14, 13 ss). La casa esperaba a Jesús y a sus discípulos con todo preparado para la celebración. Es más que posible que el sitio en cuestión fuera la casa de los padres de Juan Marcos. Este lugar con posterioridad a la muerte de Jesús, sería uno de los domicilios donde se reuniría la comunidad primitiva de los discípulos (Hechos 12, 17) y el mismo Juan Marcos estaría llamado a desempeñar tareas de relevancia en el cristianismo primitivo. De hecho, sabemos que fue compañero de Bernabé y Pablo en su primer viaje misionero[1] y, con posterioridad, acompañó a Pedro como intérprete. A decir verdad, como ya hemos indicado en otro lugar, la tradición que le señala como el autor del segundo Evangelio a partir de los recuerdos de Pedro tiene todos los visos de corresponderse con la verdad histórica[1].

Con toda certeza, la Cena de la Pascua tuvo lugar el jueves por la noche, aunque, según el computo judío que sitúa el final del día a la puesta del sol, la celebración se realizó ya en las primeras horas del viernes. Aquella última Pascua celebrada por Jesús con sus discípulos estaría cargada de un enorme dramatismo.

Para millones de personas, la Última Cena fue fundamentalmente el marco en el que Jesús instituyó un sacramento. Semejante visión es errónea siquiera porque está empañada por una teología posterior en varios siglos al propio Jesús. Aquella noche, como centenares de miles de judíos piadosos, Jesús se reunió con sus discípulos más cercanos para celebrar la Pascua, la festividad judía en la que el pueblo de Israel conmemoraba cómo Dios lo había liberado de la esclavitud de Egipto. Lo hizo además siguiendo el orden específico de esta celebración judía. Las palabras y los actos de Jesús así lo indican. De hecho, apenas reclinados a la mesa, Jesús señaló a sus discípulos el deseo que había tenido de celebrar aquella Pascua antes de padecer ya que no volvería a comerla hasta que se consumara el Reino de Dios (Lucas 22, 15-6). Sin duda, las palabras de Jesús hacían recaer el acento en su próxima muerte, una muerte a imagen y semejanza de la del Cordero cuya sangre había salvado al pueblo de Israel de ser objeto del juicio de Dios sobre Egipto (Éxodo 12, 21 ss). Sin embargo, una vez más, los prejuicios prevalecieron en la mente de sus discípulos que, de manera selectiva, se aferraron a la referencia al Reino para enredarse, acto seguido, en una discusión sobre los puestos que ocuparían tras el triunfo del mesías. Por enésima vez, Jesús volvió a remachar que la mentalidad del Reino de Dios era diametralmente opuesta de la que tenían los políticos del mundo. Si deseaban ser los primeros en el Reino - un Reino del que, ciertamente, disfrutarían porque le habían sido fieles en los momentos de dificultad - debían imitar al Rey-Siervo (Lucas 22, 24-30).

Sin duda, Jesús tenía un vivo deseo de que aquella enseñanza que venía subrayando desde hacía años quedara grabada en la memoria de los Doce porque, de manera sorprendente e inesperada, en lugar de ofrecer agua a los invitados para que se lavaran las manos, optó por lavarles personalmente los pies.

El episodio del lavatorio de pies nos ha sido transmitido por la fuente joanea (Juan 13, 1-20) y nos da idea de su importancia el hecho de que en ese texto sustituya totalmente a la mención del paso del pan y de la copa de la que dan cuenta los Sinópticos. Para el autor del Cuarto Evangelio, la nota más significativa de aquella noche fue que aquel que era “el Señor y el Maestro” (Juan 13, 13) se comportó como un siervo incluso en beneficio de aquel que había decidido traicionarlo (Juan 13, 18).

Apenas podemos imaginar los sentimientos que pudieron apoderarse de Jesús al saber que Judas, uno de sus discípulos más cercanos, era un traidor. Al parecer, al principio, cuando apenas había terminado de lavar los pies a los discípulos, se limitó a citar un versículo del Salmo 41, el que afirma que “el que come pan conmigo, levantó contra mi su calcañar”. Sin embargo, salvo Judas, nadie captó el significado de aquellas palabras. Entonces, “conmovido en el espíritu” (Juan 13, 21) Jesús reveló lo que estaba sucediendo: uno de los Doce lo iba a entregar.

Las palabras de Jesús provocaron un impacto considerable entre los discípulos. A pesar de sus disensiones y de sus disputas, a pesar de sus rivalidades y controversias, a pesar de sus choques y discusiones, hasta ese momento se habían visto como un grupo unido. De hecho, su reacción fue, en primer lugar, de profunda tristeza (Mateo 26, 22; Marcos 18, 19). Pedro – que no abrigaba la menor duda de su propia fidelidad – hubiera deseado preguntar a Jesús en privado por la persona a la que se refería. Sin embargo, en el triclinio donde cenaban, se hallaba sentado enfrente de Jesús, a no escasa distancia. No cabía, por tanto, la posibilidad de que indagara con discreción si tenía que hacerlo a gritos y mucho menos existía de que el Maestro le respondiera de la misma manera. Juan, el discípulo amado, sí se hallaba al lado de Jesús. Aunque apenas unas semanas antes se había producido un altercado con Juan y con su hermano Santiago en relación con los puestos que debían ocupar en el Reino [1], lo cierto es que Pedro había tenido una relación muy especial con ellos fruto no sólo de los años que hacía que se conocían, sino también del hecho de constituir el grupo de tres discípulos más cercanos a Jesús. Ahora no dudó en “hacer señas” a Juan para que le preguntara a Jesús a quién se había referido (Juan 13, 24). Juan se inclinó entonces hacia Jesús y le preguntó por la identidad del traidor. Jesús señaló que podría averiguarlo observando a aquel al que ofreciera el pan mojado, un gesto de cortesía por otra parte propio de la celebración de la Pascua. Entonces, “mojando el pan, se lo dio a Judas Iscariote, el hijo de Simón” (Juan 13, 26).

Obviamente, Judas no podía interpretar aquel gesto como una señal de que Jesús sabía que él era el traidor. Sin embargo, las dudas que pudiera tener al respecto se disiparon enseguida. Tras la reacción de miedo, los discípulos – igual que Pedro – habían comenzado a preguntarse también por quién sería el traidor. Sin embargo, a diferencia del impetuoso galileo, no todos estaban tan seguros de su perseverancia futura. Seguramente, no podían creer que ninguno de ellos lo fuera en ese momento, pero ¿acaso estaba indicando Jesús que en el futuro alguno de ellos caería en un comportamiento tan indigno? Asustado, alguno de los discípulos incluso comenzó a preguntarle si se estaba refiriendo a él. Pero Jesús no respondió de manera directa. Se limitó a decir que era uno de los que compartía la cena de Pascua y que su destino sería aciago (Marcos 14, 19-21; Mateo 26, 22-24). Incluso cuando Judas, quizá intentando cubrir las apariencias, formuló la misma pregunta, Jesús se limitó a responderle que era él mismo el que lo decía (Mateo 26, 26). Luego añadió: “Lo que vas a hacer, hazlo cuanto antes” (Juan 13, 27).

 

La fuente joanea señala que, en ese mismo momento, Satanás entró en Judas (Juan 13, 27) lo que es, obviamente, una interpretación espiritual de lo que sucedió a continuación. Judas, desde luego, no dio marcha atrás en sus propósitos. Por el contrario, es más que posible que se sintiera confirmado en sus intenciones. Si Jesús ya estaba al corriente o simplemente sospechaba, más valía que se diera prisa en actuar antes de que la presa escapara o de que los otros discípulos se apercibieran de lo que estaba sucediendo. Termino de comer el bocado que le había entregado Jesús y abandonó la estancia para adentrarse en la noche (Juan 13, 30). Su comportamiento no llamó la atención de los que hasta ahora habían sido sus compañeros. A fin de cuenta era el apóstol encargado de la bolsa y pensaron que Jesús acababa de darle la orden de que comprara algo necesario para la fiesta o de que diera algo a los pobres (Juan 13, 29).

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