Se trataba de una gozosa y esperanzada conclusión para un relato de sufrimiento y agonía cuyo protagonista era un judío fiel al que buena parte de su pueblo, descarriado en sus pecados, no comprendía e incluso había considerado castigado por Dios cuando lo que hacía era morir expiatoriamente por sus pecados. Sin embargo, a pesar de aquellas referencias, cualquiera que hubiera observado lo sucedido aquel viernes de Pascua en Jerusalén no hubiera albergado duda alguna de que la historia de Jesús – y con él, la de sus seguidores – había concluido. Las autoridades del Templo – y sus aliados entre los judíos – podían respirar tranquilas porque el peligro estaba conjurado. Todo había terminado. Quizá Pilato padecería la sensación de orgullo herido por no haber podido imponerse al sanhedrín, pero también el alivio de haberse quitado de encima un enojoso incidente e incluso una cierta satisfacción por ver restauradas sus relaciones con Herodes. Todo había terminado. Pero, sin duda, los que habían vivido aquella situación como un verdadero trauma eran los discípulos. Como señalarían dos de los seguidores de Jesús empleando términos medularmente judíos, “nosotros esperábamos que era él quien había de redimir a Israel y ahora ha sucedido todo esto” (Lucas 24, 21). De manera fácil de comprender, sus seguidores más próximos corrieron a ocultarse por temor a algún tipo de represalias. A fin de cuentas, ¿era tan absurdo que tras la ejecución del pastor cayeran sobre sus seguidores?. Así. de hecho, sólo algunas mujeres acudieron a sepultar a Jesús la tarde del viernes antes de que diera inicio el shabbat (Lucas 21, 55-56; Marcos 15, 47; Mateo 27, 61-66). Todo había terminado. Y entonces se produjo un cúmulo de acontecimientos que cambió – no resulta exagerado en absoluto decirlo así – la Historia de la Humanidad.
Durante el shabbat, el cadáver del judío Jesús descansó en un sepulcro, no utilizado y excavado en la roca, propiedad de José de Arimatea, un hombre acaudalado.