Sé que algunos de los más dichosos estuvieron relacionados con vacaciones. Variadas, por otra parte, como aquel verano en que fui un explorador al servicio de la caballería que dominaba el lenguaje de los indios o aquel otro en que me encontré por primera vez el mar y lo descubrí bien diferente de lo que había imaginado o aquel en que, por primera vez, subí a una embarcación que cabeceaba de manera inquietante. Recuerdo aquella piscina gélida en la que sonaban los discos de Sinatra y los Beatles y aquellos policías del Canadá comprados en una juguetería y aquellas niñas belgas que no fueron mi primer amor de verano, pero casi, casi. Me vienen a la mente los canelones de Casa Paco, los calamares de Kayuko o la carne con zanahorias de mi madre. Aparecen Axel el que bajaba al centro de la tierra, Sandokan, Escarlata O´Hara o los crímenes que planteaba Agatha Christie y yo acabe por resolver siempre porque sus novelas giran todas en torno a cuatro o cinco patrones a lo sumo. Recuerdo las cartas escritas a Herrero Castillo, las postales recibidas de aquella Pili y las enviadas desde París. Es curioso como esos recuerdos se han mantenido con no menos fuerza que las calles del Cairo, las plazas de Moscú, los bulevares de París o los templos de la India. Es que en estos últimos lugares la carga de inocencia ya había disminuido mucho. Hace ya tiempo que llegué a la conclusión de que la felicidad es imposible sin la inocencia. Sin inocencia uno se puede divertir, reír, disfrutar, pero no ser feliz. Quizá por eso nuestra sociedad es, en el fondo, tan desdichada e intenta encontrar retazos de gratificación con cualquier pretexto. Hace mucho que dejó de creer, de soñar, de ilusionarse. Fue cuando perdió la inocencia y entró, para colmo, en una dinámica en que se pretende privar de la misma incluso a los niños del jardín de infancia. Me da un inmenso pesar decirlo, pero nunca serán felices. Tampoco podrán jamás recordar unas vacaciones como las que yo disfruté.