Sin embargo, sí he tenido en multitud de ocasiones memorias nutricias que traían en pos de si otra época. Las torrijas de leche de mi padre, la carne con zanahorias de mi madre, el pavo de la cena de Nochebuena, la ensaladilla rusa de la comida de Navidad y otras delicias me retrotraen a un mundo desaparecido. Era un cosmos donde las mujeres asumían el incomparable honor de alimentar a la familia. De nutrirla. Sí, no teníamos madres ministras, jueces o parlamentarias, pero nos alimentaban con esmero, con cuidado, con esa delicadeza femenina capaz de convertir unas patatas en un manjar digno de la mesa de un emperador. Ahora, a manadas, los críos degluten opacos precocinados, lo más natural que conocen es el congelado y las legumbres se las sacan de una lata. Con tanto adelanto, han conseguido ser los más obesos – o los más anoréxicos - los más alérgicos y los más enfermizos de la Historia. Sus mamás, cargadas de culpa por no estar a su lado, los miman hasta extremos no sólo ridículos sino profundamente dañinos y hemos logrado la primera generación desde Adán y Eva en que los niños, cargados de dolencias de mírame y no me toques, son flores de invernadero que, para colmo, ni siquiera saben si son niños, si son niñas o si son la carabina de Ambrosio. A lo mejor en la raíz de esto se encuentra el que en casa ya no hay quien sepa guisar un cocido como Dios manda o limpiar el pescado. Lo mismo la culpa la tiene el que millones de mujeres han abdicado de un privilegio de milenios para buscar la gloria – casi nunca alcanzada – fuera de casa. De ser así, nos encontraríamos ante un fenómeno como el de un guardia civil ayudando a colgar lazos amarillos. Lo sé. Sé que algunas han llegado a vicepresidentas, pero, sinceramente, yo no las cambiaría a todas juntas por un solo plato de sopa de arroz de mi abuela.