Sábado, 20 de Abril de 2024

¡¡¡Hasta siempre, papá!!!

Jueves, 26 de Agosto de 2021

Había quedado yo en darles un descanso de mi blog hasta septiembre, pero las circunstancias, en ocasiones, al menos, se imponen a nuestra voluntad.  Hace apenas unos minutos, mientras aprovechaba las horas de la noche para estudiar, mi hermano me comunicó desde España que acababa de fallecer mi padre.  La noticia no me pilló de sorpresa.  Tan sólo hacía un par de días, mi hermano me había enviado el resultado de las últimas pruebas de mi padre advirtiéndome de que los médicos de la clínica ya habían estado a punto de someterlo a cuidados paliativos - es decir, de facilitarle la muerte - y de que sería prudente que fuera a España para despedirme de él.  Como esta misma situación se presentó ya hace más de un lustro y como había hablado con mi padre la semana pasada y lo encontré bien, me resistí a compartir los temores de mi hermano.  Con todo, envié a tres amigos médicos los resultados de mi padre y los tres me aseguraron que no veían peligro de un fallecimiento cercano. Era cierto que le habían detectado un carcinoma en un pulmón, pero dos me dijeron que podían radiarle – la intervención quirúrgica la descartaban – y que así podría vivir todavía varios años más.  Mi hermano se mostró muy escéptico cuando se lo comuniqué todo hoy.  Me insistió en que bastaba verlo para percatarse de que se acercaba al desenlace.  Incluso me comentó paralelos con otros seres cuyos pasos previos a la muerte había contemplado.  Me resistí a creerlo porque me fiaba de los facultativos y le dije que me tuviera al corriente.  A las pocas horas, me avisaba de su fallecimiento, entiendo que acontecido durante el sueño.

Podría estar horas hablando de mi padre.  De hecho, le dediqué no pocas páginas de mi libro de memorias No vine para quedarme.  Debo reconocer que durante la primera mitad de mi vida mis relaciones con él no fueron fáciles.  Quizá sin percatarse, fue el protagonista de uno de los días más felices de mi vida cuando, teniendo yo cinco o seis años, me llevó a pasear por la Ciudad universitaria.  Se trata de uno de los recuerdos más dichosos que guardo en la memoria.  Siempre pensé – creo que no me equivoco – que se sentía mucho más identificado con mi hermano y, ciertamente, no le faltaban razones.  La verdad es que teníamos un carácter muy distinto y, sobre todo, una visión de la vida que, difícilmente, hubiera podido ser más diferente.  Lo que a mi me parecía esencial, a él le resultaba una sandez y, cosa lógica, se desesperaba conmigo.  Creo que le decepcionaba profundamente que, en lugar de aspirar a trabajar en un banco como él - yo me prometí no trabajar jamás en un banco - me dedicara a leer en griego o a pensar en un mundo mejor.  Supongo que me veía, en el peor sentido del término, como un niño eterno o, por usar sus propias palabras en una expresión que me dirigió varias veces, como un gilipollas.  Imagino también que le frustraba pensar que todos sus sacrificios – que no fueron, desde luego, pocos – se quedaban reducidos en frutos a alguien como yo que, por usar su expresión, “no producía”.  En algún momento, me pareció que el abismo entre ambos era imposible de cruzar por más que yo intentara tender puentes.  Luego, sin embargo – la vida es así - todo cambió.  Cuando nació mi hija, comencé a comprender muchos de los comportamientos que tan irritantes y dolorosos me habían resultado en mi padre.  No los compartía ni me agradaban, pero los fui entendiendo y esa circunstancia dulcificó mucho mi visión de él.  De hecho, le dediqué a inicios de los años noventa un libro señalando que había comenzado a entenderlo después de tener a mi hija.  No estoy seguro de que le agradara la dedicatoria, pero era la pura verdad.  Por mi parte, avancé todo lo que podía avanzar.  Y entonces también en mi vida empezaron a cambiar cosas.  Mis libros comenzaron a venderse bien, mi presencia se convirtió en habitual en la radio y en la televisión y, en un momento determinado, hasta asumí la dirección de un programa radiofónico que hasta entonces nunca había disfrutado de una audiencia similar a la que yo conseguí.  Y mi padre, como impulsado por un resorte, cambió su opinión sobre mi.  No era mucho de expresar lo que llevaba por dentro y mucho menos de permitir que los sentimientos le salieran a la superficie, pero, para sorpresa mía, descubrí que me dirigía miradas de sincera admiración.  Una vez fue cuando le expliqué los lugares – Egipto, Rusia, Hispanoamérica, India… - que había recorrido con unas botas que se quedaron en España cuando tuve que exiliarme.  De repente, descubrí en sus ojos ese brillo que se les pone a los padres cuando se enorgullecen de sus hijos porque han llevado a cabo lo que, seguramente, ellos soñaron y la vida les negó.  Volví a encontrarme esa expresión – nunca vista antes – cuando, por ejemplo, contempló las colas que se formaban en el Corte inglés para que dedicara mis libros a los lectores, o cuando vio cómo un diplomático me elogiaba por ser muy valiente – literal - o cuando me observaba en la pequeña pantalla atizando a algún asno – sin querer ofender a los burros literales – con los que me tocaba medirme semana tras semana.  En ocasiones, en esa reelaboración de mi imagen, llegó a acusarme de ser blando en los programas de radio y de olvidar que tenía que dar más caña.  Juzgue cada cual… 

Creo que los últimos años – más o menos los de este siglo – fueron aquellos en la que relación con mi padre fue mejor.  Pude hablar con él con más calma, más tranquilidad y más humor que nunca.  Antes de mi exilio, bajaba todas las semanas a ver a mis padres y además de disfrutar de lo buena cocinera que era mi madre, charlaba con mi padre de las cosas más diversas.  Cuando no era la política era el clima o la banca.  Siempre me preguntaba por su nieta y por el novio al que llegó a conocer hace unos años y que le caía de maravilla.  Fuera cuál fuera el tema, se trataba de conversar plácidamente por unas horas.  Siempre fue hombre de hábitos repetitivos y si el mundo cada vez resulta más incomprensible para aquellos que son jóvenes, uno puede imaginarse lo que era para él.  La suya fue la generación de la posguerra y, desde luego, no se sentía menos desconcertado que los que fuimos adolescentes cuando comenzó la Transición.  A fin de cuentas, el mundo se había revelado menos tranquilo, menos estable, menos sensato, menos plácido de lo que había esperado y eso después de deslomarse toda la vida.  Esa realidad le creaba desazón tras décadas de trabajo más que duro.  Lógico.   

Cuando hace unos siete años lo tuvieron que ingresar en una residencia me temí lo peor porque no me lo imaginaba sin bajar todos los días a comprar el periódico y pasarse a tomar un café solo con churros en un bar cerca de casa.  Ciertamente, no lo llevó bien.  Ocasionalmente, hablábamos por teléfono aunque no era fácil porque la mayoría de las veces ni él ni mi madre lo oían y, lógicamente, no lo descolgaban.  Cuando mis amigos iban a visitarlos, yo me sentía más que feliz porque hacían lo que yo hubiera deseado llevar a cabo y no he podido hacer por culpa de mi exilio.  Por encima de todo, a mi me quedaba la tranquilidad de que lo que yo hubiera deseado hacer y no podía era llevado a cabo de manera inmejorable por mi hermano.  Siempre ha estado ahí y muchas veces me he preguntado si no ha sido así más para mi tranquilidad que para la de mis mismos padres.  Más de una vez en estos años, les propuse a mis padres venirse a vivir conmigo o, al menos, salir de la residencia.  Papá se negó siempre en redondo, quizá porque temía volver a enfrentarse a un mundo que ya veía como hostil, porque no se veía capaz de adaptarse a otra nación y porque en la residencia sentía una cobertura que él se veía incapaz de procurarse a si mismo.  La garantía de que todo iría bien y de que no le faltaría ninguna atención era – sigue siendo – mi hermano.   

Esta mañana, llamé a mi padre para preguntar cómo se encontraba y, como me temía, nadie cogió el teléfono.  Ahora sé que la última conversación fue la que mantuvimos hace unos días cuando lo telefoneé para felicitarlo por su 89 cumpleaños. 

Al mirar hacia atrás, puedo decir de todo corazón que no siento malestar alguno por tantos y tantos momentos difíciles que pasé con él durante mi infancia, mi adolescencia y mi primera juventud.  A decir verdad, incluso me sale una sonrisa rememorando alguno de los peores porque no puedo dejar de verles el lado cómico.  En realidad, sólo me provoca tristeza la convicción de que pudo haber sido mucho más feliz de lo que fue a lo largo de su nada breve existencia; de que contó con las condiciones para ello y de que - me temo – no llegó a sacarles todo el partido posible. Pero eso ya tampoco tiene importancia.  Descansará – él que fue tan nervioso – en paz y a estas horas ya se habrá encontrado con el Sumo Hacedor al que le escuché dirigirse en multitud de ocasiones.  Les doy muchas gracias por su paciencia al permitir que les haya contado todo esto en medio de una cálida y solitaria noche sureña.  Les debo ese favor.  God bless ya!!!   ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!        

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