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Domingo, 24 de Noviembre de 2024

Pablo, el judío de Tarso (IV): Ivrit y fariseo

Domingo, 20 de Noviembre de 2016

Cuando unas décadas después un Pablo maduro tuviera que definirse a si mismo no haría referencia – lo que es bien significativo – a su ciudadanía romana, sino a su condición de judío:

Circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; por lo que se refiere a la ley, fariseo.
(Filipenses 3, 5)
Pablo era ciertamente judío, pero no en virtud de conversión. Procedía del linaje de Israel y, más concretamente, de la tribu israelita de Benjamín. Históricamente, el territorio de Benjamín había estado situado al norte del asignado a la tribu de Judá. En teoría, la ciudad de Jerusalén tendría que haber sido benjaminita, pero en la práctica, gracias al especial talento político del rey David, la capital se había convertido en una especie de enclave ubicado entre los territorios de las dos tribus citadas. De Benjamín había salido precisamente Saúl, el primer rey de Israel, y no deja de ser significativo que llevara el nombre de tan trágico héroe. De hecho, Saulo no es sino la forma castellanizada de Saúl. No conocemos mucho de la genealogía de Pablo pero, muy posiblemente, sus antepasados debieron de formar parte de los benjaminitas que existían en el s. V a. de C. y a los que se refiere Nehemías [1].
Pablo además se define como hebreo, un término más concreto que el de judío o israelita y que hace referencia al hecho de que no era un helenista - es decir, un judío impregnado por la cultura griega y con el griego como primera lengua – sino un judío que tenía como lengua vehicular el arameo – quizá el hebreo también - tanto en casa como en la sinagoga. Alguna fuente histórica ha señalado que su familia podía proceder de la localidad de Giscala, en Galilea, antes de establecerse en Tarso [1].
Por supuesto, Pablo conocía el griego y podía hablarlo y escribirlo con fluidez. Sin embargo, resulta obvio que hablaba con facilidad el arameo y el hebreo (Hechos 21, 40; 22, 2) y que – dato bien significativo – fue en esa lengua en la que escuchó la voz que se dirigió a él en el camino de Damasco (Hechos 26, 14). En sentido, la opinión – repetida hasta la saciedad – que sostiene que Pablo era un judío prácticamente desnaturalizado por su helenismo aparece como carente de la menor base histórica. Pablo conocía, como tendremos ocasión de ver, la cultura helénica, pero, de manera bien significativa, cuando tuvo que educarse su familia no eligió alguno de los centros de Tarso, sino que lo envió a Jerusalén a educarse con Gamaliel, uno de los maestros principales de la secta de los fariseos.
El peso de la educación recibida por Saulo en el seno de los fariseos fue verdaderamente extraordinario. Años después, se definiría como “fariseo, hijo de fariseos” (Hechos 23, 6) y como “fariseo” (Hechos 22, 3). Escribiendo a los gálatas (1, 14) indicaría además que su maestro había sido Gamaliel [1]. El conocimiento de los fariseos nos permite entender en no escasa medida la mentalidad y las creencias del Saulo joven y su evolución posterior.
Los datos de que disponemos acerca de los fariseos nos han llegado fundamentalmente a partir de tres tipos de fuentes: los escritos de Josefo, los contenidos en el Nuevo Testamento y los de origen rabínico. En el caso de Josefo, nos encontramos con un retrato de saduceos, esenios y fariseos que estaba dirigido, fundamentalmente, a un público no-judío y que, precisamente por ello, en su deseo por hacerse inteligible a los no conocedores del judaísmo opaca en ocasiones la exactitud de la noticia. Josefo utilizó para referirse a los tres colectivos el término “hairesis” que podría traducirse como “secta” pero sólo si se da a tal palabra un contenido similar al de “escuela” en el ámbito de la filosofía griega.
Josefo mismo estaba ligado a los fariseos e incluso tenía un especial interés en que los romanos los aceptaran como la columna vertebral del pueblo judío tras la destrucción del Templo de Jerusalén en el 70 d. de C. No resulta extraño, por lo tanto, que el retrato que nos transmite sea, lógicamente, muy favorable:
“Los fariseos, que son considerados como los intérpretes más cuidadosos de las leyes, y que mantienen la posición de secta dominante, atribuyen todo al Destino y a Dios. Sostienen que actuar o no correctamente es algo que depende, mayormente, de los hombres, pero que el Destino coopera en cada acción. Mantienen que el alma es inmortal, si bien el alma de los buenos pasa a otro cuerpo, mientras que las almas de los malos sufren un
castigo eterno.”
(Guerra 2, 8, 14).
“En cuanto a los fariseos, dicen que ciertos sucesos son obra del destino, si bien no todos. En cuanto a los demás sucesos, depende de nosotros el que sucedan o no.”
(Ant. 13, 5, 9).
“Los fariseos siguen la guía de aquella enseñanza que ha sido transmitida como buena, dando la mayor importancia a la observancia de aquellos mandamientos… Muestran respeto y deferencia por sus ancianos, y no se atreven a contradecir sus propuestas. Aunque sostienen que todo es realizado según el destino, no obstante no privan a la voluntad humana de perseguir lo que está al alcance del hombre, puesto que fue voluntad de Dios que existiera una conjunción y que la voluntad del hombre, con sus vicios y virtudes, fuera admitida a la cámara del destino. Creen que las almas sobreviven a la muerte y que hay recompensas y castigos bajo tierra para aquellos que han llevado vidas de virtud o de vicio. Existe una prisión eterna para las almas malas, mientras que las buenas reciben un paso fácil a una vida nueva. De hecho, a causa de estos puntos de vista, son extremadamente influyentes entre la gente de las ciudades; y todas las oraciones y ritos sagrados de la adoración divina son realizados según su forma de verlos. Este es el gran tributo que los habitantes de las ciudades, al practicar el más alto ideal tanto en su manera de vivir como en su discurso, rinden a la excelencia de los fariseos…”
(Ant. 18, 1, 3).

No se limitan a éstas las referencias a los fariseos contenidas en las obras de Josefo. Incluso puede decirse que resultan contradictorias entre si en algunos aspectos. Así, la descripción de las Antigüedades (escritas c. 94 d. de C.) contiene un matiz político y apologético que no aparece en la de la Guerra (c. 75 d. de C.). Ya hemos indicado que tal variación es lógica porque por esa fecha los fariseos eran la única fuerza religiosa de envergadura en Israel. De hecho, Josefo en Ant 18, 1, 2-3, los presenta como todopoderosos (algo muy tentador, seguramente, para el invasor romano que deseaba encontrar colaboradores para asentar la paz y el orden) aunque es más que dudoso que su popularidad entre la población – una población a la que despreciaban - fuera tan grande.
El mismo relato de la influencia de los fariseos sobre la reina Alejandra (Ant, 13, 5, 5) o cerca del rey Herodes (Ant 17, 2, 4) parece estar concebido para mostrar lo beneficioso que podía resultar para un gobernante que deseara controlar Judea el tener a los fariseos como aliados políticos. En esta misma obra, Josefo retrotrae la influencia de los fariseos al reinado de Juan Hircano (134-104 a. de C.).
La autobiografía de Josefo, titulada Vida, escrita en torno al 100 d. de C., vuelve a abundar en esta presentación de los fariseos. Uno de sus miembros, un tal Simeón, aparece como persona versada en la Ley y dotada de una moderación política y una capacidad persuasiva encomiables (Vida 38 y 39).
Aunque es innegable el tono laudatorio con que Josefo contempla a los fariseos, exagerando seguramente su popularidad y su influencia, lo cierto es que, pese a todo, nos proporciona algunas referencias sustanciales acerca de ellos mismos. Las mismas pueden quedar resumidas así:
1. Creían en la libertad humana. Ciertamente el Destino influía en los hombres, pero éstos no eran juguetes en sus manos. Ellos podían decidir lo que hacer con su vida.
2. Creían en la inmortalidad del alma. No todo acababa con la muerte sino que las almas seguían viviendo.
3. Creían en un castigo y una recompensa eternos. Las almas de los malos eran confinadas en el infierno para recibir un castigo eterno, mientras que las de los buenos eran premiadas.
4. Creían en la resurrección. Las almas de los buenos recibían un nuevo cuerpo como premio. No se trataba de una serie de cuerpos humanos mortales – como sucede en las diversas visiones de la reencarnación - sino de un cuerpo para toda la eternidad.
5. Creían en la obligación de obedecer su tradición interpretativa y ésta iba referida a obligaciones religiosas como las oraciones, los ritos de adoración, etc.
6. Estaban dispuestos (seguramente, no sólo eso) a obtener influencia política en la vida de Israel. Quizá contaron ya con cierto peso antes de Herodes, pero después de su reinado perdieron influencia. En opinión de Josefo, resultaría recomendable que la recuperaran.
Naturalmente, a estas notas distintivas habría que añadir la común creencia en el Dios único y en su Torah; la aceptación del sistema de sacrificios sagrados del Templo (que, no obstante, no era común a todas las sectas) y la creencia en la venida del Mesías (que tampoco era sustentada por todos).
El Nuevo Testamento ofrece un retrato de los fariseos
que, a diferencia del presentado por Josefo, no arranca de un deseo de propaganda favorable. El Evangelio de Mateo, en especial, muestra una notable animadversión hacia los mismos. Si efectivamente su autor fue el antiguo publicano llamado Leví o Mateo, podría explicarse tal oposición en el recuerdo del desprecio con que fue contemplado durante años por aquellos “que se consideraban a si mismos justos”.
Jesús parece haber reconocido (Mateo 23, 2-3) que enseñaban la Ley de Moisés y que mucho de lo que decían era adecuado. A la vez, sin embargo, parece haber repudiado profundamente mucho de su halajah o interpretación específica de la Ley de Moisés. Jesús se manifestó opuesto a las interpretaciones farisaicas en cuestiones como el cumplimiento del sábado (Mateo 12, 2; Marcos 2, 27), los lavatorios de manos antes de las comidas (Lucas 11, 37 ss), sus normas alimenticias (Marcos 7, 1 ss) y, en general, todas aquellas tradiciones interpretativas que tendían a centrarse en el ritual desviando con ello la atención de lo que él consideraba lo esencial de la ley divina (Mateo 23, 23-4). Por resumirlo, podría afirmarse que para Jesús, resultaba intolerable que hubieran “sustituido los mandamientos de Dios por enseñanzas de hombres” (Mateo 15, 9; Marcos 7, 7).
Por paradójico que pudiera resultar (y, sin lugar a ninguna duda, debió de ser muy ofensivo para los fariseos), Jesús contemplaba la especial religiosidad farisaica no como una ayuda para llegar a Dios sino como una barrera para conocerlo. La parábola del publicano y del fariseo pronunciada por Jesús recoge de manera extraordinariamente luminosa este punto de vista:

“A unos que confiaban en si mismos como justos, y menospreciaban a los otros, les dijo asimismo esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: `Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano’. Mas el publicano, estando apartado, no quería ni siquiera alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, mientras decía: `Dios, ten misericordia de mi, pecador.’ Os digo que éste descendió a su casa justificado, pero el otro no, porque el que se ensalza, será humillado; y el que se humilla será á ensalzado.”
(Lucas 18, 9-14)

Sin duda, el personaje del fariseo señalado en el relato obedecía a un prototipo muy extendido en la época de Jesús. No sólo su vida era moral en términos generales, sino que además iba mucho más allá de lo establecido como corriente en lo que al cumplimiento de obligaciones religiosas se refería. La afirmación de que no era igual que otros hombres no era ninguna mentira. Con todo, la enseñanza de Jesús era que las personas que se acercaban así a Dios no podían ser aceptadas por El, ya que este sólo busca los corazones humildes y rechaza los de aquellos convencidos de que son justos gracias a su esfuerzo personal. Los que eran religiosos al estilo de los fariseos - no digamos si además caían en la hipocresía - sólo podían esperar “una condenación más severa” (Marcos 12, 40).
Con todo, no debemos sacar de esto una visión meramente negativa. Para empezar, el retrato que los Evangelios ofrecen de los fariseos, se ve corroborado por testimonios de las fuentes rabínicas en buen número de casos y es coincidente en aspectos doctrinales con el que vemos en Josefo. Los datos, aunque emitidos desde perspectivas muy diversas, coinciden, pero es que además, probablemente fuera con los fariseos con quien más similitudes presentaban Jesús y sus discípulos. Al igual que ellos creían en la inmortalidad del alma (Mateo 10, 28; Lucas 16, 21b-24; en el castigo de los malos en un infierno (Mateo 18, 8; 25, 30; Marcos 9, 47-8; Lucas 16, 21b-24, etc) y en la resurrección (Lucas 20, 27-40).
Las tradiciones rabínicas acerca de los fariseos revisten una especial importancia por cuanto éstos fueron los predecesores de los rabinos. Se hallan recogidas en la Mishnah (concluida hacia el 200 d. de C. aunque sus materiales son muy anteriores), la Tosefta (escrita hacia el 250 d. de C.), y los dos Talmudim, el palestino (escrito sobre el 400©450 d. de C.) y el babilonio (escrito hacia el 500©600 d. de C.). Dada la distancia considerable de tiempo entre estos materiales y el periodo de tiempo abordado, los mismos han de ser examinados crá¡áticamente. J. Neusner [1] ha señalado la existencia de 371 tradiciones distintas, contenidas en 655 pasajes, relacionadas con los fariseos anteriores al año 70 d. de C. De las 371, unas 280 están relacionadas con un fariseo llamado Hillel. El mismo fue un rabino del s. I a. de C. que vino desde Babilonia hasta Judea y fundó una escuela de interpretación concreta. Opuesta a la escuela del rabino Shammai, se convertiría en la corriente dominante del fariseismo (y, con ello, del judaísmo) a finales del s. I d. de C.
Los datos que nos ofrecen las fuentes rabínicas en relación con los aspectos específicos de los fariseos coinciden sustancialmente con los contenidos en el Nuevo Testamento y en Josefo: tradiciones interpretativas propias, creencia en la inmortalidad del alma, el infierno y la resurrección, etc. No obstante, nos proporcionan más datos en cuanto a los personajes claves del movimiento.
La literatura rabínica incluso nos ha transmitido críticas dirigidas a los fariseos que resultan similares a las pronunciadas por Jesús. El Talmud (Sota 22b; TJ Berajot 14 b) habla, por ejemplo, de siete clases de fariseos de las cuales sólo dos eran buenas, mientras que las otras cinco estaban constituidas por hipócritas. Entre éstos, estaban los fariseos que “se ponen los mandamientos a las espaldas” (TJ Berajot 14 b), algo que recuerda la acusación de Jesús de que echaban cargas en las espaldas de la gente sin moverlas ellos con un dedo (Mateo 23, 4).
De la misma forma, los escritos de los sectarios de Qumran manifiestan una clara animosidad contra los fariseos. Los califican de “falsos maestros”, “que se encaminan ciegamente a la ruina” y “cuyas obras no son más que engaño” (Libro de los Himnos 4, 6-8), algo que recuerda mucho la acusación de Jesús de ser “ciegos y guías de ciegos” (Mateo 23, 24). En cuanto a la invectiva de Jesús acusándolos de no entrar ni dejar entrar en el conocimiento de Dios (Lucas 11, 52) son menos duras que el Pesher de Nahum 2, 7-10, donde se dice de ellos que “cierran la fuente del verdadero conocimiento a los que tienen sed y les dan vinagre para apagar su sed”.
De los 655 pasajes o perícopas estudiados por Neusner, la mayor parte están relacionados con diezmos, ofrendas y cuestiones parecidas y, después, con normas de pureza ritual. Los fariseos habían llegado a la conclusión de que la mesa donde se comía era un altar y que las normas de pureza sacerdotal que sólo eran obligatorias para los sacerdotes debían extenderse a toda la población. Para ellos, tal medida era una manera de extender la espiritualidad más refinada a toda la población de Israel, haciéndola vivir en santidad ante Dios; para Jesús, era colocar el acento en lo externo olvidando lo más importante: la humildad, el reconocimiento de los pecados y de la incapacidad propia para salvarse, el arrepentimiento, la aceptación de él como camino de salvación y la adopción de una forma de vida conforme a sus propias enseñanzas.
Cuando uno contempla lo dispar de ambas posturas - aunque existieran coincidencias en aspectos importantes - no puede sorprenderse de que la oposición entre las mismas sólo pudiera radicalizarse con el paso del tiempo. Tampoco extraña la visión que de Jesús y sus seguidores tuvo un joven fariseo llamado Pablo.
¿Cómo se sentía Pablo formando parte de la denominada “secta más estricta” del judaísmo, la de los fariseos? Sin duda alguna, al orgullo legítimo de formar parte del pueblo de Israel – el que Dios había escogido siglos atrás – se sumaba el de pertenecer al grupo que, teóricamente, no sólo se apegaba más a la Torah recibida por Moisés en el Sinaí, sino que además ofrecía su interpretación al resto del pueblo. Como en el caso de otros movimientos similares a lo largo de la Historia, los fariseos presentaban características ambivalentes. Por un lado, sin duda, su celo por la Torah, su deseo de guardarla y el anhelo de obedecer a Dios eran rasgos positivos. Por otro, la separación del resto de Israel y el sentimiento de superioridad en la interpretación de la Torah implicaban riesgos notables como podía ser el orgullo espiritual, el desprecio hacia los demás y la convicción de que el cumplimiento del ritual equivalía a la obediencia de la Torah. En un caldo de cultivo semejante, no resultaba fácil escapar del riesgo de caer en una soberbia ritualista – semejante a la relatada por Jesús en la parábola del fariseo y del publicano – o de sumergirse en un sentimiento interno de culpa fruto del descubrimiento de la propia incapacidad para cumplir escrupulosamente con todos los mandamientos. Acabar cayendo en una hipocresía que primara las apariencias sobre la profundidad espiritual o que fingiera hacia fuera – y hacia el interior del grupo – una santidad que no se correspondía del todo con la realidad no debió resultar excepcional tal y como señala el propio Talmud. Tampoco puede descartarse esa soberbia que cree que la propia conducta coloca a la persona en una situación de privilegio – sobre todo si se comparaba con los impíos - que debe ser reconocido por Dios. Los ejemplos de comportamientos semejantes abundan en los sistemas religiosos en los que se ha enfatizado el papel de los méritos propios más allá que el de la acción misericordiosa de la Divinidad.
Fuera cual fuera la situación que Pablo pudiera ocupar en medio de esas posibilidades resultaba difícil que pudiera sentirse cómodo con un grupo que afirmaba que determinadas interpretaciones de la Torah proporcionadas por los fariseos no sólo eran erróneas sino además perversas; que enfatizaba un relativismo peligroso de preceptos considerados importantes y que además pretendía legitimar semejante visión con la referencia a un blasfemo y transgresor de la Torah, condenado por el Sanedrín judío y ejecutado por el gobernador romano, del que afirmaban descaradamente que se había levantado de entre los muertos.
CONTINUARÁ

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