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Sábado, 23 de Noviembre de 2024

Pablo, el judío de Tarso (LXXII): En Roma (I): la comunidad de Roma

Domingo, 25 de Febrero de 2018

En los estudios siguientes, vamos a entrar en los dos años que duró el período de cautividad de Pablo en Roma, pero antes resulta obligado referirnos a la comunidad cristiana existente en esta ciudad.

El Ambrosiaster, un anónimo comentarista de Pablo que escribió durante el siglo IV, afirmó en el prefacio a la carta a los romanos que “los romanos habían abrazado la fe de Cristo, aunque según el rito judío, a pesar de que no vieron ninguna señal de obras poderosas ni a ningún apóstol” [1]. Existe una abundante tradición patrística que relaciona a la capital del imperio con Pedro y Pablo, pero, sin negar la aparición de los apóstoles por la ciudad en algún momento de sus vidas, todo hace pensar que las primeras conversiones en Roma no tuvieron que ver con ellos y que se originaron en ambientes judíos.

Los inicios de la comunidad judía en Roma seguramente estuvieron relacionados con el establecimiento de relaciones diplomáticas entre los asmoneos judíos y la ciudad a mediados del s. II a. de C. Cuando en el 63 a. de C., Judea fue incorporada al imperio el número de judíos aumentó considerablemente hasta el punto de que en el 59 a. de C., Cicerón en la defensa de Lucio Valerio Flaco se quejó de que eran muchos y hacían sentir su influencia por todas partes [2]. Posiblemente se trataba de una exageración nacida del antisemitismo tan común en la cultura clásica, pero, en cualquier caso, su número rondaba una cifra que estaría entre las 40.000 y las 60.000 personas [3].

En el año 19 d. de C., Tiberio decidió expulsarlos de Roma. La causa había sido una estafa perpetrada por cuatro judíos – un episodio repetido no pocas veces a lo largo de la Historia – cuya víctima fue una acaudalada prosélita romana llamada Fulvia. Primero, la convencieron para realizar un cuantioso donativo al templo de Jerusalén y luego se quedaron con el dinero. El hecho provocó un verdadero escándalo y encontramos un eco del mismo posiblemente en Romanos 2, 24 cuando Pablo señala que ciertas conductas de los judíos llevan a los gentiles a blasfemar el nombre de Dios.

La medida de Tiberio – como tantas otras de expulsión de los judíos a lo largo de la Historia – tuvo pocos efectos. De hecho, su sucesor Claudio volvió a encontrarse con disturbios ocasionados en Roma – y también en Egipto - por los judíos. Intentó, primero, limitar sus actividades comunitarias [4] quizá con la intención de disuadirlos indirectamente a marcharse. Pero si fue así no tardó en comprobar que no tenía éxito. Ocho años después, el 49 d. de C., ordenó su expulsión de la ciudad. Como ya tuvimos ocasión de ver[5], dos de esos judíos expulsados, Aquila y Priscila, se convirtieron en colaboradores de Pablo. Suetonio[6], escribiendo unos setenta años después, cuenta que la razón de la drástica medida imperial había sido la permanente tensión en que los judíos de Roma estaban envueltos “impulsore Chresto”. Posiblemente, ésta sea la primera referencia que tenemos a la llegada del cristianismo a Roma y concuerda con la opinión negativa que Suetonio tenía de sus seguidores hasta el punto de considerar que la persecución neroniana bajo una luz positiva[7]. A esas alturas – los años cuarenta del s. I – ya había cristianos en Roma y, como decía el Ambrosiaster, su origen era judío. De hecho, la Tradición apostólica asociada con el nombre de Hipólito muestra claras influencias de un judaísmo quizá de corte disidente, pero judaísmo a fin de cuentas[8].

Desconocemos a decir verdad quién llevó por primera vez el mensaje del Evangelio a Roma. En Hechos 2, 10 se habla de la presencia de judíos y prosélitos romanos en Pentecostés. Quizá fueron ellos los que llevaron la predicación sobre Jesús el mesías a la capital del imperio. De hecho, Pablo menciona a dos miembros de la comunidad romana llamados Andrónico y Junia de los que afirma que “estuvieron en el mesías antes que yo” (Romanos 12, 7). Desde luego, debían ser conversos muy primitivos si habían abrazado la fe en Jesús antes que Pablo. También se hallaba en Roma un tal Rufo (Romanos 12, 13), hijo de Simón el cireneo que ayudó a llevar la cruz a Jesús (Marcos 15, 21). Igualmente es obvio que Priscila y Aquila ya eran cristianos cuando se encontraron con Pablo en Corinto.

En la década de los 50, existían también cristianos de origen gentil en Roma. Se ha mencionado el caso de Pomponia Graecina, la esposa de Aulo Plautio, conquistador de Bretaña, que en el 57 fue acusada de profesar una “superstición extranjera” [9]. A finales del s. II, algunos miembros de su familia eran cristianos ciertamente, pero no podemos estar tan seguros en el caso de Pomponia Graecina. Pablo, sin embargo, sí menciona a varios gentiles en su carta a los romanos. Menciona a algunos que pertenecían a la casa de Narciso (Romanos 16, 11), un liberto de Tiberio que ejerció mucha influencia bajo Claudio; a otros pertenecientes a la casa de Aristóbulo (Romanos 16, 10) y a dos grupos cuyos nombres no son judíos (Romanos 16, 14-15).

La pregunta que surge con estos datos históricos es la de qué hay de verdad entonces en la afirmación católica de que el cristianismo fue llevado a Roma por Pedro que además habría sido el primer obispo de la ciudad y primer papa. La realidad histórica – aparte de lo ya consignado – es que la relación del apóstol Pedro con Roma fue tardía y muy esporádica. Es posible que su primera visita tuviera lugar después del año 54, cuando, tras la muerte de Claudio, regresaron los judíos expulsados[10]. Cabe en ese caso la posibilidad de que fuera acompañado de Marcos que le servía como intérprete y que, muy posiblemente, puso por escrito una parte importante de sus predicaciones en el Evangelio que lleva su nombre [11]. Sin embargo, si lo anterior se corresponde con la realidad histórica también hay que llegar a la conclusión de que cuando Pablo escribió a los creyentes de Roma en torno al 57, Pedro no se encontraba ya en la ciudad porque no se encuentra entre las personas a las que saluda y resulta inconcebible que lo hubiera pasado por alto. En el caso de Marcos, pudo visitar de vez en cuando a Roma, quizá para mantener el contacto con los judeo-cristianos de la ciudad, y se encontraba precisamente en ella cuando Pablo, cautivo del césar, escribió a los colosenses (Colosenses 4, 11). A esas alturas, el muchacho con el que había tenido una fuerte disensión tiempo atrás, era un hombre maduro cuyas virtudes eran apreciadas en lo que valían por el apóstol.

En Roma, los fieles se reunían en las casas – un dato que aparece confirmado una y otra vez en las epístolas de la cautvidad - y cabe incluso la posibilidad de que los de origen judío siguieran frecuentando las sinagogas. Desde luego, Pablo no hizo nada por centralizar a las distintas comunidades caseras y todavía medio siglo después la situación seguía igual. La carta de Clemente a los corintios del año 96 carece totalmente del tono de autoridad episcopal que, ocasional y erróneamente, se le atribuye. En torno al año 110, Ignacio – que en seis de sus siete cartas insiste en la necesidad del oficio episcopal – no lo menciona, sin embargo, en relación con Roma. En ese mismo siglo II, Hermas no hace la menor referencia a un solo obispo en Roma sino tan sólo a los ancianos que presiden la iglesia [12], es decir, que todavía el modelo de episcopado monárquico no había sustituido al presbiterio que encontramos en el Nuevo Testamento. Muy posiblemente, la figura de un obispo romano, en exclusividad, no apareció antes de bien entrado el s. II o incluso con posterioridad. Ni que decir tiene que esas circunstancias históricas chocan frontalmente con la versión católico-romana – nunca mejor dicho - del desarrollo eclesial del cristianismo primitivo. Aquellos seguidores de los apóstoles no tenía la menor idea de la existencia de un papa y ni siquiera tampoco de la de un solo obispo de Roma. Pero ahora debemos regresar a Pablo.

CONTINUARÁ

 

 

[1] En H. J. Vogels, CSEL, LXXXI, 1, Viena, 1966, p. 6.

[2] Pro Flacco, 66.

[3] H. J. Leon, The Jews of Ancient Rome, Filadelfia, 1960, pp. 135 ss.

[4] Dión Casio, Historia IX.6.

[5] Vid supra pp. .

[6] Claudio 25, 4.

[7] Nerón 16, 2.

[8] M. Black, The Scrolls and Christian Origins, Londres, 1961, pp. 91 ss; R. J. Zwi Werblowsky, “On the Baptismal Rite according to St. Hippolytus” en Studia Patristica IV, 1957, pp. 93 ss.

[9] Tácito, Anales XIII, 32, 3-5.

[10] En ese mismo sentido, G. Edmundson, The Church in Rome in the First Century, Londres, 1913, pp. 80, 84; T. W. Manson, Studies in the Gospels and Epistles, Manchester, 1962, pp. 38-40.

[11] Eusebio, HE, III, 39, 15 reproduciendo un testimonio de Papías del 130 d. de C.. Una versión novelada del episodio en C. Vidal, El testamento del pescador, Madrid, 2004.

[12] Pastor de Hermas, Visión 2, 4, 3; 3, 9, 7.

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