Al tercer día de su sepultura, algunas mujeres, que habían ido a llevar aromas para el cadáver, encontraron el sepulcro vacío (Lucas 24, 1 ss y par.). Mientras se preguntaban por lo sucedido, dos personajes que estaban cerca de la tumba les informaron que no debían buscar entre los muertos al que ya había resucitado. Semejante anuncio les llevó a recordar los anuncios de Jesús sobre su muerte y sobre su resurrección ulterior. Entusiasmadas, corrieron en busca de los once apóstoles y les anunciaron que el crucificado había regresado a la vida.
La primera reacción de los discípulos al escuchar que Jesús había resucitado fue – difícilmente puede sorprendernos - de incredulidad (Lucas 24, 11). No obstante, posiblemente por curiosidad, algunos de los discípulos se acercaron hasta la tumba para comprobar lo que habían dicho las mujeres. Fue así como Pedro quedó convencido de la realidad de lo que aquellas afirmaban tras visitar el sepulcro (Lucas 24, 12; Juan 20, 1 ss). Lo mismo sucedió con el Discípulo amado – seguramente Juan - que le acompañaba. En el curso de pocas horas, varios discípulos afirmaron haberlo visto resucitado. Uno de los once, Tomás, se negó a creer en la resurrección de Jesús hasta que, apenas una semana después, atravesó por una experiencia similar a la de los otros apóstoles (Juan 20, 24 ss).
De manera bien significativa, el fenómeno no se limitó a los seguidores de Jesús. De hecho, trascendió de los confines del grupo. Así, Santiago, el hermano de Jesús, que no había aceptado con anterioridad las pretensiones de éste, pasó ahora a creer en él como consecuencia de una de estas apariciones (I Corintios 15, 7). A esas alturas, Jesús se había aparecido ya a más de quinientos discípulos a la vez, de los cuales muchos vivían todavía un par de décadas después (I Corintios 15, 6). En apenas unas semanas, lo que había sido un colectivo aterrado, desintegrado y escondido, pasó a transformarse en un grupo cohesionado, entusiasta y dispuesto a dar testimonio de la resurrección de Jesús incluso ante las autoridades del Templo que habían dispuesto su muerte. Su predicación – en público y en privado – implicaba un grado de audacia verdaderamente sorprendente ya que no sólo señalaba la culpabilidad de los oyentes sino que además subrayaba el hecho de que sólo era posible encontrar la salvación en Jesús que había resucitado (Hechos 4, 11 ss).
Los intentos de explicar este cambio verdaderamente radical provocado por las apariciones de Jesús resucitado no han sido escasos. Rudolf Bultmann las consideró una mera vivencia subjetiva y D. F. Strauss apuntó a una invención posterior de la comunidad que no podía aceptar que todo hubiera terminado. Ninguna de las dos opciones resulta aceptable para el historiador. La primera porque no puede hacer justicia ni a la extensión del fenómeno ni al hecho de que éste afectó a incrédulos; la segunda porque pasa por alto la transformación profunda – y muy rápida - de un colectivo aterrado. A decir verdad, las distintas fuentes históricas apuntan a la realidad de las apariciones así como a la antigüedad y veracidad de la tradición relativa a la tumba vacía [1]. Una interpretación existencialista del fenómeno no puede hacer justicia al mismo, si bien el historiador no puede dilucidar si las apariciones fueron objetivas o subjetivas, por más que esta última posibilidad resulte altamente improbable ya que, por ejemplo, implicaría un estado de enfermedad mental en personas que sabemos que eran equilibradas e incluso la extensión de ese trastorno a centenares de personas. Por el contrario, sí se puede afirmar con certeza que las apariciones resultaron decisivas en la vida ulterior de los seguidores de Jesús.
Las fuentes narran que las apariciones de Jesús concluyeron unos cuarenta días después de su resurrección. Sin embargo, aquellas experiencias resultaron decisivas y esenciales para la continuidad del grupo de discípulos, para su crecimiento ulterior, para que éstos se mostraran dispuestos a afrontar la muerte por su fe en Jesús y para fortalecer su confianza en que Jesús regresaría como Mesías victorioso. No fue la fe, más que sacudida por los trágicos acontecimientos de la Pascua, la que produjo la creencia en las apariciones - como se indica en algunas ocasiones - sino que la experiencia de las apariciones resultó determinante para la confirmación de la destrozada fe de algunos como Pedro o Tomás, y para la aparición de la misma en otros que eran incrédulos como Santiago, el hermano de Jesús. Con este grupo especialmente fortalecido apenas unas semanas después de la muerte de Jesús iba a enfrentarse el fariseo Saulo.
CONTINUARÁ