También hemos podido ver que esa universalización lejos de proceder de una ruptura, en realidad, arrancaba de la convicción de que ya se estaban cumpliendo en Jesús las profecías del Antiguo Testamento relativas a un Mesías-Siervo que no sólo moriría para expiar los pecados de Israel, sino también para llevar la luz a los no-judíos.
Estos principios generales no provocaron ningún problema durante los primerísimos tiempos del cristianismo. De hecho, como sabemos, la aplastante mayoría de sus seguidores eran judíos o personas nacidas fuera del judaísmo y convertidas a esta fe. Al respecto, no deja de ser significativo que de los siete primeros diáconos elegidos por la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén seis fueran judíos de nacimiento y sólo uno resultara un prosélito procedente del mundo gentil (Hechos 6, 5).
En realidad, la primera discusión relativa al status de los gentiles en el seno del joven cristianismo se produjo en torno a un lustro después de la muerte de Jesús. Siguiendo los dictados de una visión, el apóstol Pedro acudió a casa de un centurión romano llamado Cornelio (Hechos 10). Éste, que era un hombre piadoso y conocedor del monoteísmo judío, convocó al resto de su casa y escuchó el mensaje de Pedro. Cuando en ese momento “el Espíritu Santo descendió sobre los que oían la predicación” (Hechos 10, 44), los judeo-cristianos que acompañaban a Pedro “se quedaron pasmados” (Hechos 10, 45). Con todo, el contexto había sido tan especial que ninguno de opuso a la entrada de una familia de gentiles - que previamente no se habían convertido al judaísmo - en el seno del cristianismo. De hecho, Cornelio se bautizó “junto con su casa”, una expresión típica del derecho romano que hace referencia a los adultos dependientes de él.
También hemos tenido ocasión de ver cómo la postura de los primeros cristianos - en realidad, judeo-cristianos - de Jerusalén favorable a la absorción de los gentiles tuvo además un paralelo fuera de Palestina. En torno al año 33 d. de C. algunos judeo-cristianos habían emigrado a Fenicia, Chipre y Antioquía donde comenzaron a predicar el Evangelio de Jesús a los gentiles y el resultado fue que un número nada despreciable de ellos comenzó a creer (Hechos 11, 20-21). Con posterioridad, la misión de Bernabé y Pablo en Galacia había proporcionado un impulso extraordinario a la misión entre los gentiles. Ahora todo pendía de un hilo e incluso las iglesias de Galacia, visitadas por algunos judeo-cristianos, estaban revisando totalmente los puntos de vista del apóstol. Para un cristianismo que a lo largo de siglos ha sido mayoritariamente gentil este tipo de cuestiones pueden parecer bizantinismos especulativos. Sin embargo, para un movimiento que tenía poco más de una década de existencia presentaba un desafío extraordinario y según la respuesta que diera al mismo se convertiría en una fe realmente universal con enormes posibilidades de extenderse fuera del ámbito del judaísmo o se autolimitaría a ser un grupo judío más con conexiones con el mundo gentil no mayores de las que ya se daban. En torno al 48 d. de C., Pablo decidió abordar la tarea de responder por escrito a estas cuestiones. El resultado sería lo que conocemos como la carta o epístola a los gálatas.
El escrito que conocemos como carta o epístola a los gálatas es considerablemente breve. Dividido modernamente en seis capítulos, en su conjunto se extiende a lo largo de cinco o seis páginas en cualquier edición de la Biblia. Aunque el texto original griego permite imaginar a un hombre presa del celo espiritual más encendido y que casi recorre a zancadas una habitación mientras dicta la carta, lo cierto es que la lógica y la contundencia que respira la misma siguen resultando de una claridad y una fuerza realmente impresionantes.
Pablo comienza señalando que está absolutamente sorprendido de que los gálatas a los que él convirtió a Jesús se hayan apartado de aquella predicación y al indicarlo señala uno de los principios fundamentales del cristianismo, el de que ninguna revelación espiritual puede ir en contra del mensaje del Evangelio y si se da esa circunstancia debe ser rechazada :
“Estoy atónito de que os hayáis apartado tan pronto del que os llamó por la gracia del mesías, para seguir un evangelio diferente. No es que haya otro, sino que hay algunos que os confunden y desean pervertir el evangelio del mesías. Pero que sea anatema cualquiera que llegue a anunciaron otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, aunque el que lo haga sea incluso uno de nosotros o un ángel del cielo” (1, 6-8)
Tras señalar esta cuestión central, Pablo indica en la carta cuál ha sido su trayectoria. Para empezar, desea dejar claro que su labor no arranca de la legitimidad que deriva del nombramiento emanado de una institución formada por hombres, sino del propio Jesús (1, 12). A diferencia de sus adversarios que habían intentado imponer sus puntos de vista apelando alguna autoridad humana – la de Santiago seguramente - Pablo señalaba que él debía sólo a Jesús precisamente el haber pasado de ser un antiguo perseguidor del cristianismo (1, 13-4) a cristiano. No es que con esta afirmación deseara distanciarse de los otros apóstoles o descalificarlos, pero sí quería dejar de manifiesto que, en primer lugar, no existía una jerarquía que pudiera imponer sus opiniones sobre las de él, segundo, que lo que él predicaba no se contradecía con lo que aquellos anunciaban y tercero, que la guía de los creyentes no podía ser nunca la de uno o varios hombres sino sólo el Evangelio.
La manera en que Pablo desarrolla estos aspectos en los dos primeros capítulos de la carta es ciertamente brillante. Para empezar, señala que aunque había tenido la posibilidad de visitar Jerusalén dos veces después de su conversión y charlar con Pedro, Juan y Santiago, en ningún momento descalificaron lo que él enseñaba. No sólo eso. Habían compartido su postura de no obligar a los gentiles a convertirse en judíos sólo porque habían creído en Jesús. De hecho, Tito, uno de sus colaboradores más cercanos “con todo y siendo griego” (2, 3), no había sido obligado a someterse a la circuncisión pese a las presiones que en este sentido habían realizado algunos judeo-cristianos y tanto él como Bernabé habían sido reconocidos por los apóstoles como las personas que debían encargarse de transmitir el Evangelio a los gentiles (2, 9-10).
Pese a todo, Pablo - y en esto demuestra una honradez no tan común en personas relacionadas con la religión - reconoce que aquel proceso de no someter al judaísmo a los cristianos de origen gentil se había visto sometido a ataques en medio de los que no todos habían sabido mantenerse a la altura de las circunstancias. A este respeto, el comportamiento del apóstol Pedro constituía un verdadero ejemplo de cómo no debían hacerse las cosas. El choque entre él y Pablo se había producido precisamente en Antioquía.
Inicialmente, Pedro había aceptado sin ningún problema, en régimen de completa igualdad, a los cristianos de origen gentil e incluso había comido con ellos a pesar de que no guardaban los preceptos de la ley de Moisés relativos a los alimentos puros e impuros (2, 11-12). Al comportarse de esa manera, Pedro seguía fundamentalmente las conclusiones a las que había llegado cuando se produjo la conversión del centurión Cornelio y mantenía coherentemente el principio que consistía en afirmar que la salvación derivaba de la fe en el mesías y no de cumplir la ley mosaica, principio defendido también por Bernabé y Pablo. Sin embargo, se produjo entonces una circunstancia que alteró sustancialmente el panorama :
“pero después que vinieron [1], dio marcha atrás (Pedro) y se apartó, porque tenía temor de los de la circuncisión. Y en su simulación participaron también los demás judíos, de manera que incluso Bernabé se vio arrastrado por su hipocresía” (2, 12-13)
En otras palabras, Pedro - que había sido un verdadero precursor de la entrada de los no-judíos en el seno del cristianismo - había cedido en un momento determinado a las presiones de algunos judeo-cristianos y había abandonado la práctica de comer con los hermanos gentiles. Aquella conducta - que Pablo califica de hipócrita - había tenido nefastas consecuencias de las cuales no era la menor el hecho de que otros decidieran actuar también así pese a que les constaba que tal conducta era inaceptable. La reacción de Pablo ante ese comportamiento que vulneraba los principios más elementales del Evangelio había sido fulminante :
“... cuando vi que no caminaban correctamente de acuerdo con la verdad del evangelio dije a Pedro delante de todos : ¿por qué obligas a los gentiles a judaizar cuando tu, pese a ser judío, vives como los gentiles y no como un judío ? Nosotros, que hemos nacido judíos, y no somos pecadores gentiles, sabemos que el hombre no es justificado por las obras de la ley sino por la fe en Jesús el mesías y hemos creído asimismo en Jesús el mesías a fin de ser justificados por la fe en el mesías y no por las obras de la ley ya que por las obras de la ley nadie será justificado” (2, 14-16)
Con un valor que hoy resultaría difícil de concebir en situaciones equivalentes, Pablo había reprendido públicamente a Pedro acusándolo de actuar con hipocresía y contribuir con ello a desvirtuar el mensaje del Evangelio. Para él, era obvio que la justificación no procedía de cumplir las obras de la ley sino, por el contrario, de creer en Jesús el mesías. Precisamente por ello, el someter a los gentiles a un comportamiento propio de judíos no sólo era un sinsentido sino que contribuiría a que éstos creyeran que su salvación podía derivar de su sumisión a la ley y no de la obra realizada por Jesús.
Algunas personas – especialmente católicos sin mucha formación – manifiestan su perplejidad ante el hecho de que la salvación pueda derivar de la fe. Semejante estupor arranca de identificar a la fe con una especie de obra y de considerarla, por lo tanto, escasa para adquirir la salvación. Semejante punto de vista – como tendremos ocasión de ver – parte de no comprender en absoluto el mensaje de salvación expuesto no sólo por Pablo sino, en general, por todos los apóstoles. Porque el tema en si no es si se puede adquirir la salvación aportando obras o aportando fe, o una suma de ambas. La cuestión de fondo es si la salvación es fruto del mérito humano o, por el contrario, un regalo que inmerecidamente Dios ofrece al ser humano. Si el primer supuesto es el correcto, no cabe duda de que la salvación se obtiene por obras, pero si, por el contrario, la salvación es un don inmerecido, lo único que puede hacer el hombre es aceptarlo mediante la fe o rechazarlo. Para Pablo – que no creía en la salvación por obras, sino por la gracia a través de la fe - este aspecto resultaba tan esencial que no dudó en formular una afirmación, clara, tajante y trascendental, la consistente en señalar que si alguien pudiera obtener la salvación por obras no hubiera hecho falta que Jesús hubiera muerto en la cruz :
“... lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mi. No rechazo la gracia de Dios ya que si fuese posible obtener la justicia mediante la ley, entonces el mesías habría muerto innecesariamente” (2, 20-21)
La afirmación de Pablo resultaba tajante (la salvación se recibe por la fe en el mesías y no por las obras) y no sólo había sido aceptada previamente por los personajes más relevantes del cristianismo primitivo sino que incluso podía retrotraerse a las enseñanzas de Jesús. Con todo, obligaba a plantearse algunas cuestiones de no escasa importancia. En primer lugar, si era tan obvio que la salvación derivaba sólo de la gracia de Dios y no de las obras ¿porqué no existían precedentes de esta enseñanza en el Antiguo Testamento? ¿No sería más bien que Jesús, sus discípulos más cercanos y el propio Pablo estaban rompiendo con el mensaje veterotestamentario ? Segundo, si ciertamente la salvación era por la fe y no por las obras ¿cuál era la razón de que Dios hubiera dado la ley a Israel y, sobre todo, cuál era el papel que tenía en esos momentos la ley ? Tercero y último, ¿aquella negación de la salvación por obras no tendría como efecto directo el de empujar a los recién convertidos - que procedían de un contexto pagano - a una forma de vida similar a la inmoral de la que venían ?
A la primera cuestión Pablo respondió basándose en las propias palabras del Antiguo Testamento y, más concretamente, de su primer libro, el del Génesis. En éste se relata (Génesis 15, 6) como Abraham, el antepasado del pueblo judío, fue justificado ante Dios pero no por obras o por cumplir la ley mosaica (que es varios siglos posterior) sino por creer. Como indica Génesis : “Abraham creyó en Dios y le fue contado por justicia”. Esto tiene una enorme importancia no sólo por la especial relación de Abraham con los judíos sino también porque cuando Dios lo justificó por la fe ni siquiera estaba circuncidado. En otras palabras, una persona puede salvarse por creer sin estar circuncidado ni seguir la ley mosaica – como los conversos gálatas de Pablo - y el ejemplo más obvio de ello era el propio Abraham, el padre de los judíos. Por añadidura, Dios había prometido bendecir a los gentiles no mediante la ley mosaica sino a través de la descendencia de Abraham, en otras palabras, del mesías :
“... a Abraham fueron formuladas las promesas y a su descendencia. No dice a sus descendientes, como si se refiriera a muchos, sino a uno : a tu descendencia, que es el mesías. Por lo tanto digo lo siguiente : el pacto previamente ratificado por Dios en relación con el mesías, no lo deroga la ley que fue entregada cuatrocientos treinta años después porque eso significaría invalidar la promesa, ya que si la herencia fuera por la ley, ya no sería por la promesa, y, sin embargo, Dios se la otorgó a Abraham mediante la promesa”” (3, 16)
El argumento de Pablo es de una enorme solidez porque muestra que más de cuatro siglos antes de la ley mosaica e incluso antes de imponer la marca de la circuncisión, Dios había justificado a Abraham por la fe y le había prometido bendecirle no a él sólo sino a toda la Humanidad mediante un descendiente suyo. Ahora bien, la pregunta que surge entonces resulta obligada. Si la salvación se puede obtener por creer y no deriva de las obras ¿por qué entregó Dios la ley a Israel ? La respuesta de Pablo resulta, una vez más, de una enorme concisión y, a la vez, contundencia :
“Entonces ¿para qué sirve la ley ? Fue añadida por causa de las transgresiones hasta que viniese la descendencia a la que se había hecho la promesa… antes que viniese la fe, estábamos confinados bajo la ley, recluidos en espera de aquella fe que tenía que ser revelada de tal manera que la ley ha sido nuestro ayo para llevarnos hasta el mesías, para que fuéramos justificados por la fe, pero llegada la fe, ya no estamos bajo ayo, pues todos sois hijos de Dios por la fe en Jesús el mesías” (3, 19-26)
(La negrita es nuestra)
“También digo que mientras el heredero es niño no se diferencia en nada de un esclavo aunque sea señor de todo. Por el contrario, se encuentra sometido a tutores y cuidadores hasta que llegue el tiempo señalado por su padre. Lo mismo nos sucedía a nosotros cuando eramos niños : estábamos sometidos a la esclavitud de acuerdo con los rudimentos del mundo. Sin embargo, cuando llegó el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiéramos la adopción de hijos” (4, 1-5)
Para Pablo, resultaba innegable que la ley de Moisés ciertamente era de origen divino y, por supuesto, tenía un papel en los planes salvadores de Dios. Sin embargo, ese papel era cronológicamente limitado extendiéndose desde su entrega en el Sinaí hasta la llegada del mesías. También era limitado su papel en términos espirituales. Fundamentalmente, la ley cumplía una misión, no la de servir de instrumento de salvación, sino la de preparar a las personas para reconocer al mesías. Igual que el esclavo denominado por los griegos paidagogos (ayo) acompañaba a los niños a la escuela pero carecía de papel una vez que éstos llegaban al estado adulto, la ley mosaica servía para mostrar a los hombres que el camino de la salvación no se podía encontrar en las obras sino en la fe en el mesías.
CONTINUARÁ