Viernes, 29 de Marzo de 2024

Pablo, el judio de Tarso (XXX): El segundo viaje misionero (VI): Pablo en Atenas

Domingo, 9 de Julio de 2017
Aunque en el s. I d. de C., Atenas no era ni lejanamente la gran ciudad que había sido, continuaba simbolizando los logros más sublimes del alma griega. A partir de las guerras médicas entabladas contra los persas en defensa de Grecia a inicios del s. V a. de C., Atenas había adquirido un papel sobresaliente en el mundo helenístico.
Durante el medio siglo siguiente, se convirtió en la primera potencia política, económica y cultural de la época. Bajo un sistema democrático – que aparecía por primera vez en la Historia y que no se hallaba exento de características imperialistas - Atenas acabó viéndose enfrentada a Esparta, una ciudad regida por un sistema totalitario. En el curso de las guerras del Peloponeso (421-404 a. de C.), Esparta acabó imponiéndose a Atenas. Sin embargo, la cuna de la democracia volvió a recuperar su papel preponderante durante el siglo siguiente e incluso se convirtió en la cabeza de la resistencia contra el expansionismo macedonio de Filipo II, el padre de Alejandro Magno. Atenas fue derrotada en el año 338 a. de C. en el curso de la batalla de Queronea, pero Filipo decidió tratarla con generosidad y consentir que conservara buena parte de su antigua libertad. Por lo que se refiere a su influencia cultura continuó siendo sobresaliente. De hecho, la base de la koiné, el griego que se hablaba en el Mediterráneo y en el que se escribiría el Nuevo Testamento, fue el dialecto ático, es decir, el griego específico de Atenas.

En esa situación se hallaba Atenas cuando en el 146 a. de C., los romanos conquistaron Grecia. El conquistador deseaba incorporar Atenas a sus territorios, pero, a la vez, profesaba una rendida admiración por su legado cultural, un legado en el que se podía mencionar haber sido la ciudad natal de Sócrates y Platón, la adoptiva de Aristóteles, Epicuro y Zenón, y el escenario de las obras de Sófocles, Solón, Eurípides o Aristófanes entre otros. Sin embargo, a pesar de lo extraordinario de su legado, no todo era positivo en Atenas. Su democracia había estado limitada a unos pocos y había terminado degenerando en una demagogia que la acabó destruyendo; sus filósofos acabaron derivando en no pocas ocasiones hacia doctrinas políticas de carácter totalitario y tampoco estaban ausente otras carencias morales propias del mundo clásico. De hecho, ése fue un aspecto que llamó enormemente la atención de Pablo.

Cuando los acompañantes de Pablo lo dejaron en la ciudad, el apóstol insistió en que se reunieran con él Timoteo y Silas (Hechos 17, 14-15). Posiblemente, lo impulsaba a esa insistencia la preocupación sobre su futuro en un medio que podía manifestarse muy hostil. De momento, lo único que le quedaba era esperarlos en Atenas y mientras lo hacía no pudo dejar de sentirse irritado por el paganismo que impregnaba la ciudad. Pablo era – y nunca quiso renunciar a serlo – un judío convencido. Precisamente por ello, profesaba un estricto monoteísmo y aborrecía la idea de que la divinidad pudiera ser representada a través de imágenes y que éstas pudieran ser objeto de culto. A decir verdad, ésa era la misma esencia de la Torah entregada por Dios a Moisés y cuyos primeros mandamientos afirmaban;

 

Yo soy YHVH tu Dios que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre. No tendrás otros dioses aparte de mi. No te harás imagen ni semejanza de nada de lo que hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas de debajo de la tierra. No te inclinarás ante ellas ni les rendirás culto, porque yo soy YHVH tu Dios… (Éxodo 20, 2-5).

 

Con seguridad Pablo asistió en Atenas a la violación más escandalosa de aquellos dos mandamientos de la ley de Dios que hubiera podido contemplar hasta la fecha. Los atenienses eran paganos como otros gentiles, sin duda, pero de una manera mucho más profusa. Sus templos, sus festivales, sus ritos, sus actividades más intrascendentes se hallaban impregnados de aquel paganismo omnipresente. Desde una perspectiva relativista como la que caracteriza a buena parte del Occidente actual aquellos hechos quizá no revestirían mayor importancia. A lo sumo, se podría pensar que eran reflejo de una cosmovisión errónea. Sin embargo, para Pablo – y para el cristianismo anterior y posterior a él – en aquellas manifestaciones había ocultas realidades espirituales de enorme gravedad. Una era que los hombres se habían entregado a adorar a las criaturas en lugar de al Creador cambiando la Verdad por una sarta de mentiras (Romanos 1, 23 ss) y la otra era que detrás de aquellas ceremonias y ritos se agazapaban seres demoníacos (I Corintios 10, 20) que ejercían su nefasta influencia sobre sus adoradores.

A pesar de todo, Pablo no cayó en el desánimo. Por el contrario, visitó – como era su costumbre – la sinagoga para predicar a judíos y temerosos de Dios, y comenzó a acudir al ágora ateniense para dirigirse a los paganos (Hechos 17, 16-7). Fue precisamente esta última actividad la que llamó la atención de algunos seguidores de las escuelas filosóficas epicúrea y estoica. Que no le entendían bien parece desprenderse del hecho de que algunos pensaban que predicaba a dioses nuevos de los que uno se llamaba Jesús y otro Anástasis, es decir, resurrección. No sería la última vez que los paganos entendían de manera errónea a un misionero cristiano, pero hay que decir en crédito de los atenienses que en esta ocasión decidieron conducirlo al Areópago para darle oportunidad de exponer su mensaje. La fuente lucana ha dejado un relato de enorme interés sobre este episodio:

 

18 Y algunos filósofos de los epicúreos y de los estoicos, disputaban con él; y unos decían: ¿Qué pretende este charlatán? Y otros: Parece que es un predicador de nuevos dioses: porque les predicaba a Jesús y la resurrección. 19 Y agarrándole, le trajeron al Areópago, diciendo: ¿Sería posible que supiéramos en que consiste esta nueva doctrina de la que hablas? 20 Ya que nos cuentas cosas nuevas, queremos saber su significado. 21 (Entonces todos los atenienses y los residentes extranjeros no se ocupaban de otra cosa más que de decir o escuchar la última novedad.) 22 Pablo, de pie en medio del Areópago, dijo: varones atenienses, en todo os veo muy religiosos; 23 porque mientras paseaba y miraba vuestros santuarios, he dado también con un altar en el que aparecía la inscripción: AL DIOS DESCONOCIDO. A aquél pues, que vosotros honráis sin conocerle, es al que yo os anuncio yo. 24 El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, éste, al ser Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos de hombres, 25 ni recibe culto de manos de hombres, como si necesitara algo; ya él es quien otorga a todos vida, y respiración, y todas las cosas; 26 Y de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habitase sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su morada; 27 para que buscasen a Dios, a ver si de alguna manera, a tientas, lo encontraban; y eso que es verdad que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros 28 porque en él vivimos, y nos movemos, y existimos; como también han dicho algunos de vuestros poetas: Porque somos también linaje suyo. 29 Siendo, pues, linaje de Dios, no hemos de considerar que la Divinidad sea algo semejante al oro, o a la plata, o a la piedra, a una imagen fruto del arte o de la imaginación de los hombres. 30 Sin embargo, Dios, tras haber pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora ordena a todos los hombres en todos los lugares que se arrepientan: 31 Ya que ha establecido un día, en el que ha de juzgar al mundo con justicia, por medio de aquel varón al que escogió; ofreciendo a todos una prueba fidedigna de ello al levantarlo de entre los muertos.

(Hechos 17, 18-31)

 

Ocasionalmente, se ha señalado que el relato de Lucas es ficticio. Sin embargo, todo indica su autenticidad ya que, como en su día señaló H. J. Cadbury, “los especialistas en el mundo clásico se encuentran entre los más inclinados a defender la historicidad de la escena de Pablo en Atenas” [1]. De hecho, Eduard Meyer llegó a afirmar que no lograba entender “cómo alguien había considerado posible explicar esta escena como una invención” [2]. De manera peculiar y significativa ha sido el prejuicio teológico el que ha negado el paulinismo del texto, algo que, como veremos, resulta insostenible. De entrada, el discurso de Pablo en el Areópago guarda una notable similitud con lo que ya conocemos de su predicación ante un auditorio fundamentalmente pagano. En buena medida, constituye un desarrollo más elaborado de su predicación en Listra (Hechos 13, 14 ss) con referencias además específicas a la situación concreta de Atenas. El apóstol era consciente de que no tenía ningún sentido apelar a las Escrituras en medio de un ambiente que no las conocía y que incluso las desdeñaba como correspondientes a una religión extraña. Por el contrario, apuntaba a algunos aspectos esenciales a partir de los cuales pudiera apuntar hacia Jesús. Pablo no negaba – y la manera en que lo exponía podía servir para allanar el camino hacia el corazón de sus oyentes – que los atenienses eran muy religiosos (Hechos 17, 22). Lo eran tanto que incluso se habían permitido levantar un altar al dios desconocido [3] por temor a que si dejaban de rendir culto a alguna divinidad, ésta pudiera vengarse de ellos. De este Dios que no era conocido por ellos tenía Pablo precisamente la intención de hablarles. Ese Dios había creado todo y, precisamente por ello, no parecía verosímil que necesitara habitar en templos o recibir culto humano (Hechos 17, 23 ss). Lo afirmado por Pablo constituía una notable – y a la vez sólida - pirueta intelectual. De hecho, hasta ese punto podía ser seguido con interés e incluso con cierto asentimiento por estoicos y epicúreos. Tampoco debió resultar inverosímil para éstos el que afirmara a continuación que todos los seres humanos pertenecían al mismo linaje, a una especie de familia universal (Hechos 17, 26). Precisamente en ese momento, Pablo introdujo en su predicación un elemento nuevo pero esencial. En el pasado, había esperado que los hombres lo buscaran – aunque fuera a tientas – y, de hecho, era obvio que algunos poetas griegos habían intuido ciertas verdades espirituales (Hechos 17, 27-28). Pablo cita expresamente a Epimenides el cretense - que había rechazado que en la isla pudiera encontrarse la tumba de Zeus ya que “en Ti vivimos, y nos movemos y existimos” – y a Arato, un autor estoico, de origen cilicio como Pablo, que había defendido que “todos somos linaje suyo” en referencia a Zeus. Por supuesto, el apóstol no estaba identificando al Zeus de los estoicos con el Dios único, pero sí subrayaba que, ocasionalmente, el paganismo, a tientas, había dado con realidades espirituales esenciales. Cuestión aparte es que hubiera sacado las consecuencias lógicas. Por ejemplo, de todo lo anterior había que deducir que Dios no podía ser representado a través de imágenes, aunque, obviamente, los atenienses – y los paganos en general – hacían todo lo contrario (Hechos 17, 29). Llegado a ese punto, Pablo introdujo un aspecto esencial en su discurso. Dios no sólo era el creador de todo. También ejercía su autoridad sobre esa creación. A diferencia del dios de los teístas del s. XVIII que había creado todo para luego abandonarlo a su arbitrio y no intervenir en la Historia, el Dios predicado de Pablo ni abandonaba a su creación ni estaba dispuesto a no intervenir en ella. Ese Dios único – que había soportado con paciencia la ceguera de los hombres – ahora los invitaba a cambiar de vida, a arrepentirse (Hechos 18, 30). Se trataba de una oportunidad que les ofrecía antes de que llegara el día del juicio, un juicio que realizaría a través de un hombre al que había levantado de entre los muertos (Hechos 18, 31). Si hasta ese momento la predicación de Pablo podía referirse a paralelos paganos y, a la vez, absorber de raíces procedentes de las Escrituras que se referían al Dios único, creador de todo el género humano y que no puede ni debe ser representado, ahora vino a introducir el elemento esencialmente cristiano. Por supuesto, las Escrituras judías también se referían a un Dios que juzgaría a todos los pueblos (Salmo 98, 9) a través del mesías (Daniel 7, 13 ss), pero el apóstol subrayaba que ya había llegado el cumplimiento del tiempo. Dios juzgaría al mundo y lo haría a través de un hombre al que había reivindicado trayéndolo del otro lado de la muerte.

Este aspecto provocó una inmediata reacción entre los oyentes. Según la fuente lucana, “cuando oyeron hablar de la resurrección de los muertos, unos se burlaron, y otros dijeron: Ya te oiremos hablar de eso en otra ocasión” (Hechos 17, 18-32). Como hombres educados en la filosofía griega, el auditorio de Pablo podía llegar hasta un punto, pero éste no incluía la creencia en que el cuerpo pudiera volver a vivir. No se trataba únicamente de incredulidad. Existía también un elemento de repugnancia ante esa idea. Se suele repetir de manera insistente que el paganismo rendía culto al cuerpo, mientras que el cristianismo lo aborrecía y acabó introduciendo un claro ascetismo en el pensamiento de Occidente. Ambas afirmaciones son erróneas. El paganismo pudo dispensar un culto al cuerpo en la admiración por los atletas o en un erotismo más o menos sofisticado. Sin embargo, veía algo innatamente malo en lo material y sostenía la máxima “soma sema”, es decir que el cuerpo (soma) es una tumba (sema) para el alma. ¿Cómo hubiera podido aceptar que el alma libre de lo material regresara para encerrarse nuevamente en aquella prisión? Por el contrario, el cristianismo – y en ello seguía al judaísmo – consideraba que la materia había sido creada por Dios y afirmaba que el ser humano no se vería reducido a un alma sino que recibiría un cuerpo en la resurrección. Excede el tema de nuestro estudio el analizar cómo el cristianismo se fue apartando de ese punto de vista primigenio para desplazarse en la dirección opuesta. Baste señalar que se debió en no escasa medida a la influencia de la filosofía griega que rechazó a Pablo aquel día en el Areópago ateniense.

No todos reaccionaron con incredulidad al mensaje del apóstol. La fuente lucana se refiere a la conversión de un miembro del Areópago llamado Dionisio, a la de una mujer llamada Damaris y a la de algunos otros (Hechos 17, 34). Sin embargo, no tenemos noticia de que en Atenas – a diferencia de lo sucedido en otros lugares – quedara establecida una comunidad de creyentes. De hecho, cuando tiempo después Pablo se refiera a la primera iglesia establecida por él en Acaya no mencionara a Atenas, sino a una familia de Corinto (I Corintios 16, 15), precisamente la ciudad a la que se dirigió el apóstol a continuación.

CONTINUARÁ

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[1] BC, I, 5, p. 406.

[2] E. Meyer, Ursprung und Anfänge des Christentums, III, Stuttgart-Berlín, 1923, p. 105.

[3] Las fuentes clásicas se refieren a esos altares Agnosto Zeo (Al dios desconocido) que podían encontrarse en Atenas. El dato aparece mencionado en Pausanias, Descripción de Grecia, I, 1, 4 y en Filóstrato, Vida de Apolonio, VI, 3, 5.

 

 

 

 

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