Todos estos recuerdos se agolpan en mi cabeza mientras me presenta al director de la universidad y a los profesores y a los compañeros y todos parecen conocer que soy escritor y que he publicado mucho. Algunos de sus compañeros le manifiestan su sorpresa porque haya acudido a la ceremonia de graduación y más porque lo haya hecho sin que ella me lo pidiera, como algo personalmente decidido. Es fácil comprenderlos porque hay muy pocos padres en el acto. Algunos son chinos y el desplazamiento no ha debido resultar especialmente complicado, pero por lo que se refiere a los occidentales, sí, es cierto, son muy escasos.
Supongo que tendría que prestar atención a lo que dicen los oradores. Hay desde cargos del gobierno a directores de multinacionales pasando por académicos enhebrando interesantes exposiciones. Sin embargo, reconozco que sus discursos me suenan distantes – especialmente, cuando emplean el chino – ya que me encuentro sumido en otro universo desde el que contemplo a mi hija sentada algunas filas por delante de mi. La veo recoger el título cuando pronuncian su nombre y me digo que los años han pasado volando porque parece que fue ayer cuando la llevaba al colegio o la recogía de clase, cuando la acompañé a la universidad en Texas o cuando recogí la orla de estudiante que es tradición que el graduado entregue a quien más lo ha ayudado en su carrera y que ella me dio a mi. Han pasado, sin duda, muchas, muchísimas cosas en España, en Estados Unidos, en el mundo durante estos años y, desde luego, algunas han sido enormemente relevantes, pero yo no tengo la menor duda de que, en lo que a mi respecta, la andadura académica de mi hija ha sido esencial. Mucho más importante es la manera en que hemos permanecido unidos durante décadas, siempre con una profunda confianza mutua, siempre con una transparencia total, siempre con un amor que resulta imposible de describir con palabras. Todo eso me viene a la cabeza en esos momentos que luego son seguidos por una cena y por fotos y por saludos.
A lo largo de los años, he ayudado a mi hija a mudarse varias veces. Es difícil que nada supere la mudanza que llevamos a cabo tras cuatro años en Texas, pero ésta, tras cuatro años en China, no es cosa baladí. Me pregunto cómo lograremos llegar hasta la estación de tren, cómo cargaremos ese equipaje y cómo después lo llevaremos hasta el aeropuerto. Será la eficacia china la que lo solucione. En Nanjing, los maleteros custodiarán el equipaje y lo cargarán en el vagón de tren; en el trayecto, una de las azafatas del ferrocarril nos preguntará si necesitamos que en Shanghai nos ayude un maletero; en Shanghai, un maletero nos estará esperando en la puerta del vagón para llevarnos el equipaje hasta la parada de taxis donde encontrará un vehículo suficientemente grande como para cargar con todo. Lo mismo sucederá en el aeropuerto. No quiero pensar lo que hubiera sido todo este trasiego de maletas gigantescas en España. No. No quiero pensarlo. Sin embargo, en China, ha sido como viajar con un simple maletín de mano.
Cuando facturo las maletas en el mostrador de la compañía aérea, no puedo evitar un pujo de nostalgia. Mi hija va a California y yo me dirijo a Florida. Hemos dividido el equipaje. No sabemos si regresaremos a China. Los dos queremos creer que volveremos y que no pasará mucho tiempo antes de que lo consigamos. Sin duda, viajar y, especialmente, vivir en otros lugares permite ver el mundo de otra manera. China ha contribuido no poco a ampliar nuestras perspectivas. De momento, tenemos que despedirnos. En unas semanas, esperamos volver a encontrarnos en Estados Unidos, la nación que tan generosamente me acogió ya hace varios años. ¡Adiós, China! Dios quiera que sea hasta pronto.
(FIN DE LA SERIE)