El fenómenos es – hay que reconocerlo – llamativo, pero, debajo de la máscara, se oculta mucho más. Por ejemplo, que el político más sagaz, astuto y extraordinario del planeta no es Vladimir Putin – el ruso tiene la medalla de plata - sino el presidente Xi. El máximo mandatario chino ha conseguido, de manera sutil, pero férrea y prodigiosamente eficaz, alcanzar un control sobre el partido comunista del que no disfrutó ni siquiera Mao. También ha logrado que la sociedad cuente con las tecnologías más avanzadas y cualquiera se maneje con un teléfono móvil o un ordenador portátil, pero, a la vez, tenga vedado el uso de wassapp, Google o Facebook. Incluso ha permitido – a diferencia de lo que sucede en dictaduras comunistas como Corea del norte o Cuba – que tengan lugar elecciones a las que puede concurrir realmente cualquiera. Cierto, no existen otros partidos y los candidatos no tienen la posibilidad de atacar a sus rivales limitándose a realizar ofertas en positivo al dirigirse a los electores. Ciertamente, esa visión no encaja con nuestro panorama de décadas, pero quién sabe si, en términos prácticos, no resultará más efectivo. En paralelo – y parece que sólo José Mota se ha percatado de ello – las grandes empresas chinas están entrado de manera masiva en sectores estratégicos de otras naciones. Al parecer, en ellas no se dan cuenta de que no existe una corporación relevante en China que no se halle estrechamente fiscalizada por el omnipresente aparato del estado. Como todos los planes nacidos de la mente humana, también éstos pueden naufragar en algún momento, pero se acumulan los indicios de que no hay día en que China no de un paso más hacia convertirse en la potencia hegemónica, de que cada vez dependemos más de la gran nación asiática y de que nadie parece percatarse de las consecuencias finales de esa suma de fascinantes circunstancias.