Lincoln fue un gran hombre – grandísimo me atrevería a decir – en medio de unas circunstancias personales verdaderamente deplorables. Perdió dos hijos niños – uno de ellos en el fragor de la guerra civil – su esposa era una persona difícil que en los últimos tiempos andaba bastante desarreglada psíquicamente y buena parte de la gente que lo rodeaba ni lo comprendía ni estaba de acuerdo con él. Con ese panorama, no sorprende que se viera sumido periódicamente en la depresión o, como se decía entonces, en la melancolía. Sin embargo, a pesar de todo, Lincoln fue extraordinariamente fiel a sus principios y salvó así no sólo a su nación sino, muy posiblemente, la idea misma de la democracia moderna.
Lo que estaba en juego en la Guerra de Secesión no se escapó, desde luego, a los observadores agudos. No se trataba sólo de si Estados Unidos sobreviviría como una nación unida sino también de su modelo político podría ser un ejemplo o se vería tachado como un fracaso total. En otras palabras, ¿vencería la democracia o formas aristocráticas – en realidad, oligárquicas – de poder? Si estaría todo tan claro que el único estado que reconoció la independencia del sur fue el Vaticano - ¿a que no lo sabían? – que ya entonces odiaba a la vigorosa república americana en la que se predicaba la libertad de conciencia y la separación de iglesia y estado como principios fundamentales de cualquier democracia que se precie. Puede ser casual, pero el grupo de personas que ejecutaron el asesinato de Lincoln fueron todos católicos. John Surratt – que llegó a escapar – incluso se refugió en el Vaticano donde sirvió como zuavo papal. Regresaría eventualmente a los Estados Unidos donde no fue objeto de pena alguna al considerarse que el delito había prescrito. No es poca materia para reflexionar.
Pero volvamos a la cuestión. La derrota de la Unión en la guerra de Secesión no sólo habría significado el desmembramiento nacional sino también el final de la democracia como supieron verlo muchos. Así lo entendió Lincoln y lo expresó, por ejemplo, en el discurso de Gettysburg que aparece reproducido en su monumento. Esta magnífica pieza oratoria no sólo honra a los combatientes de los dos lados sin caer en la satanización del adversario sino que señala que la misión fundamental de la Unión es que “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” no desaparezca de la faz de la tierra. No pudo dar más en la diana.
Como en el caso de Martin Luther King, Lincoln obtuvo su fuerza de la lectura diaria de la Biblia. Su familia había emigrado a América buscando libertad de conciencia y, desde niño, Lincoln viviría esa cercanía de las Escrituras que impregnaron sus escritos y sus acciones. Su segundo discurso inaugural – también reproducido en el monumento – muestra una altura moral propia de un gigante. Lejos de dividir la nación en buenos y malos, Lincoln señaló que muy posiblemente la guerra civil era un castigo de Dios por pecados terribles como el de la esclavitud porque, como había visto Jefferson con anterioridad, Dios es un Dios justo que interviene en la Historia. Precisamente por ello, el llamamiento que Lincoln realizó en esa conmovedora pieza oratoria fue, según sus propias palabras, “con malicia hacia nadie, con caridad hacia todos, con firmeza en lo justo en la medida en que Dios nos de ver lo justo, luchemos por acabar la obra en la que estamos, vendar las heridas de la nación”.
La Guerra de Secesión fue mucho más devastadora humana y materialmente que todas las guerras civiles acontecidas en España durante los siglos XIX y XX, pero España, por desgracia, no tuvo a políticos de la generosidad y la altura moral de Lincoln y nada indica tampoco que los tenga actualmente. Lincoln se negó a las represalias, a las ejecuciones e incluso a las reclusiones de los vencidos. Sabía que las heridas de una nación no se curan jamás con más violencia sino con caridad y fraternidad. Por añadidura, no era tan soberbio ni tan necio como para pensar que un bando era el causante de todos los males. Por el contrario, supo examinar las raíces de un mal en el que se percibía también la acción de la Providencia. Y no se trataba de buenismo. En realidad, si la democracia debía pervivir no había otro camino. Lógicamente, cuando la finalidad es implantar una dictadura del signo que sea, semejante conducta – extraordinariamente noble - resulta impensable.
Tras mi biografía de Lincoln, escribí un libro sobre su visión espiritual que fue editado en Estados Unidos. A él remito a los que deseen profundizar sobre el tema.
Hoy, paseando al lado de su monumento, me he percatado por enésima vez de que no cabe engañarse ni cerrar los ojos ante la realidad. Frutos como Lincoln no pueden proceder jamás de un árbol que ha dado la Inquisición o las peores leyes antisemitas anteriores a la llegada de Hitler al poder. Es tan imposible como que el olmo dé peras. Sólo nacen en sociedades donde la Biblia – y no una jerarquía religiosa – disfruta de un papel central y existe un deseo de vivir de acuerdo con su luz.
Hablaba al principio de mi libro sobre Lincoln. Recuerdo que por aquellas fechas me entrevistaron sobre él y me preguntaron si Rajoy podía ser el Lincoln español. Respondí que Rajoy jamás. Temo que, por desgracia, no me equivoqué.