China ha decidido librar la batalla de las infraestructuras y lo está haciendo de manera tal que nada, absolutamente nada, tiene que envidiar a la Unión Europea o a los Estados Unidos incluso si se trata de unir capitales que no son de primera con pequeños enclaves como Zhouzhuang, la denominada Venecia china.
Ciertamente, China está creciendo a diario de una manera espectacular y los rascacielos se han convertido en parte definitiva y definitoria de su paisaje, pero, a la vez, ha sabido conservar lugares donde se pone de manifiesto la concepción china de la belleza. Si para el griego, la belleza residía en la proporcionalidad; para el romano, en el mensaje ideológico de la superioridad y el pragmatismo; para el hombre de la Edad Media, en la proyección de su mundo espiritual; o para el renacentista, en el regreso sui generis al mundo clásico, para los chinos se encuentra en la armonía plácida y tranquila.
Su “Venecia” no puede ser como la del Mediterráneo – aunque también tiene embarcaciones cuyas “gondoleras” cantan – porque ni políticos ni clérigos constituyen poderes que rivalizan y fornican entre si. Por el contrario, el templo es un lugar de suave recogimiento que no pretende hacer ostentación de fuerza social y las casas de los poderosos muestran cómo ordenar de forma a la vez bella y práctica la vida cotidiana.
Todo esto queda a la vista del visitante – son muchísimos los turistas que recorren las calles aunque prima el inmenso turismo interior – que lamenta a los pocos minutos de llegar el sólo pasar unos días entre calles hermosamente recoletas donde se suceden, pulcros y diminutos, los comercios. Los lugares en que puede adquirirse té y objetos de escritorio, móviles y dulces, pescado y sedas van deslizándose ante nuestra mirada y no puedo evitar preguntarme por qué no hemos logrado crear algo semejante en España con la excepción de alguna calle de Granada o Toledo. De nuestra geografía podrían brotar centenares de lugares deliciosos como éste donde pasar un fin de semana o una sola jornada disfrutando de una belleza que las urbes ya han sustituido. Podríamos haberlo conseguido, pero los gobiernos de las CCAA han estado más ocupados en levantar horribles monumentos, en parir aeropuertos inútiles y en abrir cuantos más pesebres mejor. El resultado es la deuda, la corrupción y la fealdad y, sin embargo, ha estado en nuestras manos levantar mil y una Zhouzhuang en Castilla y Cataluña, en Andalucía y Navarra, en Galicia y Madrid… Ahora es imposible. Las CCAA se conforman con seguir aumentando las plazas de paniaguados; en no pocos casos han destruido el paisaje y cualquiera que pretendiera abrir modestos y coloristas establecimientos como los que yo contemplo paseando por Zhouzhuang sería devorado por todo tipo de impuestos.
Melancólicamente, me digo que no se trata sólo de lo que se ha hecho mal o se ha dejado de hacer bien, sino de la carga que pesará para las futuras generaciones en España, una carga de deuda, de corrupción y de precariedad digna de una nación del Tercer mundo; una carga que no disminuye – todo lo contrario – por más que se intente amedrentar a la población o se someta al linchamiento público a aquellos que son incómodos para el poder. Pero no tiene sentido arrojar gotas amargas sobre un paisaje limpio como el de Zhouzhuang, un entorno que nos recuerda que la verdadera belleza suele expresarse en pequeños detalles y se forma con aromas, colores y sabores como los de su delicada cocina.
CONTINUARÁ