La Institución Smithsoniana es verdaderamente extraordinaria. Por muchas razones. La primera, su origen. Un científico británico llamado Smithson, a pesar de no haber visitado nunca Estados Unidos, decidió en su testamento que si su sobrino y heredero James Hungerford moría sin descendencia, todos sus bienes pasarían a la gran nación americana para crear una institución destinada a “aumentar y difundir el conocimiento”. En 1836, el congreso de los Estados Unidos aceptó el legado y el resultado – insisto en ello – sólo puede calificarse de portentoso. De la Smithsoniana dependen el museo del indio americano – que visité en un viaje anterior – el castillo, el museo nacional del aire y del espacio, el museo nacional de Historia americana, la Galería Freer de arte, la galería Arthur M. Sackler, el museo nacional de arte africano, el parque zoológico nacional, la galería nacional del retrato y otra media docena de instituciones como el museo de Historia natural del que deseo hablar oír.
Hay que reconocer que la herencia ha dado muchísimo de si lo que, dicho sea de paso, no puede decirse de no pocos nobles y monarcas. También es verdad que, seguramente, el británico amaba mucho más a Estados Unidos de lo que otros han amado a España. O quizá es que en España no sienten tanto interés por la cultura. De hecho, recuerdo que cuando hace tres años deseé donar mi biblioteca y mi archivo a alguna institución oficial no hubo modo ni manera. Pero no nos desviemos y volvamos al museo nacional de Historia natural.
Con una superficie de más de hectárea y media, el museo – que es de entrada gratuita - se concentra en un edificio de corte clásico y líneas elegantes, es decir, grande, hermoso y canónico, es decir, washingtoniano. Las colecciones que alberga son, sin duda, sobrecogedoras por sus dimensiones. Fósiles, insectos o momias se almacenan en cifras que podrían causar vértigo. Pero a eso hay que añadir todo lo que se ofrece a los niños – la posibilidad de tocar fósiles o cráneos de primates, por ejemplo – a los que se desea atraer hacia el saber desde los primeros años. Por supuesto, para turistas, estudiantes o visitantes interesados, el museo es una sucesión continua de fascinantes salas. Desplazarse en medio del pabellón dedicado al mar donde lo mismo se puede uno pasear bajo una ballena que contemplar el esqueleto de un pez espada en una vitrina; contemplar las plantas y las mariposas en sucesiones infinitas de formas y colores; detenerse ante los innumerables animales de una sala de mamíferos en la que da la sensación de que el leopardo va a saltar sobre nuestra cabeza; las leonas van a despedazar un búfalo ante nuestros ojos o un vampiro fijado a un ser humano intenta imitar a Montoro… todo eso no tiene precio. Incluso resulta inevitable sentirse pequeño, me atrevería a decir insignificante, frente al oso y, especialmente, ante el elefante africano que se yergue majestuoso en la rotonda a la que da nombre.
Mientras escribo estas líneas, los detalles que recuerdo se me amontonan como diapositivas rezumantes de cromatismo. Los esqueletos impresionantes de las tortugas, los no menos llamativos de las serpientes – sí, por si algunos no lo saben las serpientes son vertebrados – las jirafas y los primates, el león y el oso hormiguero y tantos otros seres me llevan a pensar de manera automática en mi pequeñez, en la grandiosidad del diseño de la vida y en la imposibilidad de abarcar la Mente superior que lo puso en funcionamiento. Al pasar por un par de exposiciones cuyo tema es Asia y África respectivamente, la belleza de las criaturas y de la creación en la que viven hay momentos en que casi me deja sin respiración. Ahora voy a dirigirme a las salas de antropología, pero de eso… de eso les hablaré en la próxima entrega.