El dedicado a la infantería de marina es pequeño, pero muy cuidado. Resulta interesante ver la evolución histórica de un cuerpo que ya existía en el siglo XVIII aunque lo asociemos habitualmente con la guerra del Pacífico o con la de Vietnam. He conocido a varios marines. A uno de ellos le pregunté, en cierta ocasión, si lo que aparecía en La chaqueta metálica o La chupa de chapa era cierto. Me dijo que lo referente al entrenamiento físico era real aunque lo dosificaban de tal manera que no resultaba tan duro como podría pensarse. Para él, lo más arduo había sido el entrenamiento psicológico, el desmontamiento paulatino de la personalidad para que fuera reestructurada de nuevo de acuerdo con la cosmovisión de los marines. Con todo, me señaló que lo más duro había sido la distancia de la familia. Destinado en el Pacífico, con un internet y unos teléfonos móviles inexistentes y unas tarifas telefónicas carísimas, sólo podía hablar con su novia de vez en cuando. Ignoro si su experiencia es la de muchos marines, pero, ciertamente, da para pensar.
Especialmente conmovedor en este museo es el elenco de personajes que recibieron la distinción de “solos en el mar”, es decir, la que honra a aquellas personas que, en acto de combate, quedaron perdidos en alta mar a la espera de poder ser rescatados. Fue el caso del difunto presidente Kennedy, pero también el de John Kerry y el de no pocos políticos norteamericanos. Se puede pensar lo que se quiera, pero el mundo no puede verlo igual alguien que no ha dejado de pisar moqueta desde su juventud y alguien que ha defendido a su nación y pudo perecer abandonado en alta mar en el intento.
Junto a esa gente, en Estados Unidos están los que han demostrado su valía en el mundo de la empresa privada. En España, no hay héroes entre nuestros políticos, pero además entran en la empresa privada cuando dejan la política, generalmente, en recompensa a sus servicios no en pro de la comunidad sino de ciertos entes. No haré más comentarios.
El museo del espía es bien diferente. Se trata de una entidad privada, ocupa varias plantas y resulta apasionante. No se trata sólo de que los que lo visitan pueden asumir una identidad falsa – como si fueran espías – y, en un momento determinado, se les interrogará sobre ella. No se trata tampoco sólo de que cuenta con exposiciones notables. En concreto, la de ahora era sobre James Bond. En realidad, lo mejor son sus distintas secciones. Desde la fabricación de códigos – cuenta con una copia de la máquina Enigma verdaderamente impresionante – hasta el espionaje en la Historia de Estados Unidos; desde la gente de Hollywood que sirvió como espías – de Sterling Hayden a Josephine Baker pasando por John Ford – al KGB; desde los aparatos más impresionantes para grabar y fotografiar a algunos de los grandes espías, el museo es un espacio en el que se podrían pasar horas y horas de solaz. Al menos, es mi caso que, desde la infancia, experimenté una enorme fascinación por el mundo de los espías y que me sentí cautivado por Mi guerra silenciosa, las memorias del extraordinario Kim Philby que llegó a ser el número dos del servicio secreto británico… al servicio de la Unión soviética.
Recorrer el museo constituye una experiencia apasionante que se ve realzada por el visionado de videos en los que distintos agentes cuentan sus experiencias en servicio o por una tienda que contiene una colección de libros para la venta – y de tazas o camisetas – muy superior en cantidad y calidad a lo que suele encontrarse en la mayoría de los museos.
Sólo hay un aspecto que el museo no refiere y que es esencial y es el papel de los servicios no en la lucha por la causa o en defensa de su nación sino en el control de las poblaciones. Por supuesto, hay referencias al GULAG y a otros infiernos relacionados con el servicio secreto, pero las cloacas del poder están llamativamente ausentes. Quizá es lógico, precisamente, por el papel que semejantes cometidos representan en la vida de algunos servicios.
Lo que me esperaba a la salida del museo es la visita a un restaurante español más que notable descubierto por mi hija, pero no me detendré en ese episodio. Daré por concluida aquí la narración de estos días en Washington, ciudad que, Dios mediante, espero volver visitar en pocas semanas.