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Jueves, 21 de Noviembre de 2024

Washington, amado Washington (y III): Mount Vernon

Miércoles, 17 de Agosto de 2016
Como sucede con Madrid, aunque quizá algo menos, Washington disfruta de una ubicación geográfica envidiable para poder visitar otros lugares cercanos. Quien visita Madrid, sabe que Toledo está por carretera a cuarenta minutos, que Segovia se encuentra a menos de una hora de automóvil, que Sevilla se halla a dos horas de tren, que Córdoba puede ser alcanzado apenas en una hora de ferrocarril y que además tienes poblaciones como El Escorial, Aranjuez o La Granja a tiro de piedra.

Si alguien tuviera que escoger un solo destino en España desde el que desplazarse a otros lugares, ese sitio debería ser Madrid. Washington no está cerca de Nueva York, San Francisco, Dallas o Miami, pero bastante cerca se encuentra Richmond, la capital de la confederación; Gettysburg, el campo de batalla donde el Sur perdió la posibilidad de ser reconocido internacionalmente o Mount Vernon. En este lugar, vivió buena parte de su vida George Washington, el primer presidente de Estados Unidos.

En no escasa medida, hay lugares que constituyen un reflejo de los que habitan en ellos. Sin duda, fue el caso de El Escorial, de Versalles, de Monticello y de Mount Vernon. Washington fue un hacendado notablemente emprendedor. Ensayó nuevas formas de explotación ganadera; cultivó árboles de clima tropical y para protegerlos del frío invernal de Virginia levantó una casa especial; carecía de medios para construir con piedra y recurrió a la madera y a un tipo de cobertura que daba la apariencia de ser, efectivamente, piedra; avanzó considerablemente en la fabricación de bebidas espirituosas… Cuando se pasea por los bosques, los campos, los jardines, los edificios que Washington puso en funcionamiento a partir de un modesto principio no puede dejar de sentirse admiración por su tesón y su laboriosidad.

Sin embargo, de todos es sabido que Washington no fue ni sólo ni principalmente un empresario agropecuario. A decir verdad, dejó todo – arriesgó todo – para asumir el mando del ejército continental que se enfrentó a las tropas británicas. Washington no fue, a pesar de sus antecedentes en el ejército, un militar relevante y así lo hicieron constar una y otra vez sus enemigos que intentaron en repetidas ocasiones destituirlo. Sin embargo, Washington supo comprender a la perfección cuál podía ser el desarrollo victorioso del conflicto. Bastaría con aguantar los ataques británicos mientras las marinas francesa y española impedían que llegaran refuerzos. Al final, los casacas rojas, sin poder recibir ayuda de la metrópoli, no tendrían otra salida que la rendición. Antes de que estallara la guerra, Tom Paine había afirmado lo mismo en un libro llamado Sentido común. Ambos acertaron. Yorktown y Saratoga fueron victorias americanas, pero gracias a la ayuda indispensable de los marinos franceses y españoles.

Tras la victoria militar, Washington hubiera podido proclamarse rey o dictador. Sin embargo, prefirió retornar a su plantación de Mount Vernon. Lo único que pidió fue que se pagara a los combatientes los salarios atrasados y que se concediera pensiones a los veteranos. Si regresó a la política fue porque comprendió, como Hamilton y otros, que, tras conseguir la independencia, Estados Unidos podría disgregarse a causa de los movimientos centrífugos derivados de los distintos estados. La única salida frente a ese drama era la creación de un poder ejecutivo fuerte que uniera a la nación en un destino común. El resultado de este esfuerzo político fue ese monumento jurídico conocido como la Constitución de los Estados Unidos de América.

Sobre ella he escrito en otras ocasiones y me he referido especialmente a la enorme influencia que el pensamiento protestante – en especial,el de los puritanos – tuvo en su redacción. De hecho, sin la Reforma ni los Estados Unidos ni su constitución habrían sido y son lo que son. La creencia en conceptos bíblicos como la naturaleza caída del hombre o la supremacía de la ley quedaron plasmados de una manera que se convertiría en una verdadera bendición nacional.

Miembro de la iglesia episcopaliana, pero muy influido por la teología de los puritanos, Washington fue persona profundamente creyente y, a la vez, firme partidario de la libertad religiosa. Precisamente porque confiaba en la solidez de lo que creía jamás hubiera implantado una inquisición ni hubiera perseguido a otros por tener creencias distintas. En realidad, esa conducta persecutoria es la propia de los que, en el fondo de su corazón, conocen la debilidad de sus creencias y recurren a la tortura, a la sangre y a la hoguera para defender algo que no posee tanta consistencia como desearían.

Mientras esperábamos para entrar en la mansión de Washington – donde se encuentra la llave de la Bastilla que los revolucionarios franceses le enviaron como homenaje – me topo con un hombre vestido de época. Me acerco y le pregunto quién se supone que es. Me responde con especial comedimiento que no se supone sino que es el secretario privado de Washington. A continuación, cuando me pregunta por mi país de origen, le respondo que, como sabrá, España está ayudando a su revolución. Asiente.

Unos metros más adelante, nos encontramos con el jefe de esclavos de Washington. Alaba el hecho de que lleve chaqueta porque indica que sé cómo presentarme en sociedad en Virginia. Después la toma con un joven que está a mi lado para afearle que lleve un pantalón que deja al descubierto sus pantorrillas. Por supuesto, se trata de un atavío inapropiado.

Tras pasar por la mansión de Washington, paseamos por el lugar. Las cocheras, los sembrados, los establos llaman la atención por su armonía e incluso belleza. Caminando, llegamos hasta el museo dedicado a Washington en Mount Vernon. No exagero si digo que resulta excepcional. Las salas están dispuestas con un cuidado y una profesionalidad exquisitas; los videos – uno de ellos dedicados a las creencias espirituales de Washington - son excelentes; los lugares reservados para niños resultan envidiables. ¿Se podría hacer algo parecido en España? Sin duda, pero la sociedad no parece que de para tanto. Basta decir que el museo y el lugar se mantiene sobre la base de contribuciones privadas y no de ayudas públicas. En España, las únicas donaciones de particulares que yo conozco son para que un cardenal inaugure una capilla en su empresa – ¡y luego el cardenal no va y manda a un auxiliar! – o para conseguir contratas a cargo del presupuesto. Puede que las haya, pero me pasa como con el barco del holandés errante, que debe existir, pero yo no he tenido la fortuna de echarle el ojo jamás.

Tras salir del museo, nos encaminamos al cementerio de los esclavos. Washington emancipó a los suyos al morir – el único presidente que lo hizo – dilatando la fecha de la manumisión hasta la muerte de su esposa. Actualmente, en el antiguo cementerio hay un monumento rindiendo homenaje a aquella gente que tuvo un peso no pequeño en las realizaciones de Washington. Antes de que se apresure nadie a lanzar piedras sobre los Estados Unidos, no estaría mal que recuerde que los españoles – a pesar de ser los que llevaron los esclavos negros a América siguiendo el consejo de fray Bartolomé de las Casas – nunca han levantado – y menos por suscripción popular – un monumento de desagravio semejante. Pero, claro, ya se sabe, los españoles todo lo hicieron bien y el que no quiera verlo es porque está engañado por la leyenda negra…

 

 

Visitar Mount Vernon es entrar en contacto con algunos de los aspectos más positivos, incluso admirables, de la cultura norteamericana. La fe en los principios recogidos en la Biblia, el amor por la libertad, el sentido práctico, el respeto hacia el diferente, el amor a la patria que no cierra los ojos ante lo que hay que mejorar, la iniciativa privada para expandir el conocimiento, el interés por la educación de los niños… todo y más está aquí recogido y sólo por esa circunstancia merecía la pena llegar hasta aquí. Dios quiera que no pase mucho antes de regresar a Washington.

 

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