Estaba convencido de que la paz en la zona era una quimera y de que entre los refugiados que llegaban a Europa se ocultaban no pocos terroristas islámicos. Su opinión no era ni original ni extraña, pero entonces comenzó a decirme que no abrigaba la menor duda de que Cristo estaba a punto de regresar. Pronto, en Israel iban a reconstruir el templo de Jerusalén y ese paso sería el principio del fin. Sin embargo, Dios se llevaría a Sus hijos de la tierra para salvarlos del caos antes de que Satanás se tragara todo. Escuché con atención lo que decía y le pregunté si era cristiano. Era ortodoxo y, seguramente, ignoraba que la visión escatológica que acababa de expresar tiene una peculiar historia. Fue creada por Lacunza y Ribera, dos jesuitas, en la época de la Contrarreforma con el propósito de contener el avance protestante. Los dos hijos de san Ignacio se esforzaron, pero sus superiores no quedaron muy entusiasmados y la peculiar interpretación cayó en el olvido hasta el siglo XIX en que la obra de Ribera sobre la segunda venida de Cristo se reeditó en Inglaterra. La interpretación encajaba mal con diecinueve siglos de exégesis, pero hizo fortuna. Ahí es nada: Cristo se llevaría a los suyos de la tierra antes de la última y gran tribulación. Subrayo el antes porque, efectivamente, el capítulo cuarto de la primera carta de Pablo a los tesalonicenses señala que Cristo arrebatará o raptará – traduzco literalmente el texto griego – al cielo a los que creen en él, pero no dice nada de que será antes de la postrera calamidad. La escatología modelada por los jesuitas pasó, vía Inglaterra, a Estados Unidos donde prendería con fuerza en un sector del protestantismo y en la mentalidad popular. Hace sólo unos años una serie de libros con el título genérico de Dejados atrás – acabaron siendo la base para varias películas – difundieron todavía más esta visión. Pero eso es secundario. Lo que yo me pregunté es lo mal que tienen que andar las cosas para que un cristiano sirio ponga en esta peculiar teoría toda su esperanza.