A decir verdad, no recuerdo con exactitud si el premio me lo puso en la mano Hermida o Pedro Ruiz. A ambos los recuerdo por las conversaciones posteriores al evento. Mientras que Pedro Ruiz, como si fuera el autor de Eclesiastés o un maestro budista, me aconsejó que tuviera en cuenta que todo es efímero – lo que es cierto - Hermida se interesó muy directamente por mi programa. Me dijo que lo escuchaba habitualmente y por los comentarios me quedó de manifiesto que no mentía pretendiendo halagarme. Era más que cierto que lo seguía con asiduidad. Por ejemplo, recuerdo que me señaló que compartía un comentario de crítica literaria que apenas unos días antes había hecho Sagrario Fernández-Prieto. Doña Sagrario había afirmado que Veinte años después era la mejor novela de la trilogía de los tres mosqueteros de Alejandro Dumas. Hermida pensaba lo mismo y, dicho sea de paso, igual me sucede a mi. Desde luego, doña Sagrario lo tenía muy impresionado. A la sazón estaba Hermida dirigiendo un programa para la televisión castellano-manchega y me preguntó por la edad de la que ahora es colaboradora de La Voz. Era bastante joven, pero cuando le di la respuesta, con tristeza Hermida me confesó que le resultaba mayor. De todos es sabido que Hermida disfrutaba de un especial olfato para descubrir talentos – no sólo aquellas a las que se dio en llamar con mala baba las chicas Hermida – y en Sagrario lo había captado. Con seguridad le hubiera ofrecido algo de ser más joven, pero ya superaba la edad para considerarla una novata a la que lanzar como descubrimiento propio. La vida es así. Estar cerca de algo te catapulta – han caído todos los oficiales veteranos y te ascienden a capitán – o, por el contrario, consideraciones de sexo, edad o religión te apartan de un lugar en el que habrías destacado. Aquella conversación – que se alargó más de lo que exigía la cortesía – me permitió conocer a alguien que poblaba mi memoria de recuerdos infantiles. Porque para mi Hermida significaba sobre todo regresar a la infancia. Por aquel entonces, cuando era corresponsal en Estados Unidos - ¿Nueva York o Washington? – daba la sensación de que casi era el único corresponsal español de TVE en el extranjero. No era así, pero casi, casi lo parecía. Hermida lo mismo te contaba que el norteamericano medio era anticomunista que te relataba cómo a su hijo lo habían robado alguna vez por la calle. La experiencia del asalto callejero resultaba tan extraña en aquellos años que resultaba inevitable que millones de televidentes llegaran a la conclusión de que los americanos tendrían rascacielos, pero los españoles contaban con la policía nacional. Recuerdo, por ejemplo, por aquellos años a mi abuela materna diciendo: “Qué malo debe ser esto de la droga que se ponen así por ella…”. Malo era, sin duda, y en unos años España lo iba a experimentar de manera pavorosa, pero, a finales de los sesenta e inicios de los setenta, salvo algunos progres o niños pijos no la había probado nadie y, desde luego, su consumo era muy mal visto y a ninguno se le hubiera ocurrido hacer chistes con ella en televisión. Pero volvamos a Hermida.
Era tan popular que se convirtió en común que los cómicos lo imitaran. Su movimiento de cabeza, su flequillo peculiar y sus frases entrecortadas se prestaban a ello. Para muchos, seguirá siendo un magnífico recuerdo de la etapa del desarrollo y de la creciente democracia ya que, por encima de todo, fue un excelente profesional al que ni siquiera la llegada de las televisiones privadas o autonómicas pudo arrinconar. Todo lo contrario. Se supo subir a la tabla de surf de las nuevas olas televisivas y mantenerse en ellas hasta hace dos días.
Y eso que inicialmente no pensó en la televisión. Tan sólo en ganarse la vida. Eso tenía en mente en aquel momento en que abandonó su tierra natal andaluza llevando una caja de zapatos con una chuleta empanada que le había preparado su madre como todo capital.
Con él no se van sino que se quedan centenares de recuerdos de otro tiempo, pero del mismo país. No es que las cosas fueran mejor que ahora – en muchos aspectos no lo eran ni de lejos – pero sí éramos mucho más jóvenes – un servidor era un niño – y contemplábamos el futuro con una ingenuidad que ahora resultaría imposible de comprender para los nacidos a partir de los años ochenta. Creíamos que sólo podíamos prosperar y además nuestras ambiciones, dado lo modestísimo del país, eran muy limitadas. Después casi nada sería como habíamos soñado. Descanse en paz, Jesús Hermida.