Esa transformación extraordinaria se produjo de la mano del PP y de Esperanza Aguirre. Ahora se podrá decir que Esperanza colocó al hijo tonto de un escritor libertino, que otorgó publicidad a medios amigos o que no se enteró de la corrupción que discurría bajo sus narices. Incluso aunque las acusaciones se correspondieran con la realidad, lo cierto es que la gestión de Madrid fue sobresalientemente superior a la llevada a cabo por la izquierda en regiones como Andalucía, Extremadura, Cataluña o Castilla-La Mancha. Pero – lo repito siempre que puedo – no se trata sólo del país y del paisaje sino del paisanaje. Madrid fue siempre rompeolas de las Españas donde lo difícil era encontrar a una familia – como es la mía – que no procediera de otro punto de la nación. En menos de una generación y aunque añoraran su patria chica, todos se sentían identificados con Madrid. Eso acabó. La izquierda ha conseguido que esas gentes ya no se vean como los otros madrileños sino que se encuentren beneficiados por el simple hecho de tener la piel más oscura, la procedencia más lejana o la cara más dura. Votan no por el bien de la ciudad o de la comunidad sino por sus intereses – muchas veces bastardos – como clientela de una izquierda que perdió el tren de la modernidad y que sólo sabe sangrar a las clases medias para satisfacer a las castas privilegiadas y a los pesebrales electorales. Si Carmena revalida la alcaldía que tan pésimamente ha gestionado y Gabilondo llega a gobernar la comunidad, los madrileños pueden dar por seguro que los despellajarán con nuevas formas impositivas para poder atender los compromisos demagógicos de la izquierda. De ahí a la huida de empresas y al aumento del desempleo, habrá solo un paso. No hay día que no recuerde Madrid desde el exilio. Ahora es posible que de gracias a Dios por no vivir allí.