De hecho, otro actor más joven me confesó, a micrófono cerrado, una vez que él de mayor quería ser Arturo Fernández y, sin duda, sabía lo que se decía. Lo entrevisté radiofónicamente en varias ocasiones y, cada vez, me pareció más impresionante. No voy a repetir los tópicos – reales, por otra parte – referidos a su elegancia deslumbrante o su incomparable capacidad interpretativa. Cualquiera que lo contemplara en las tablas sabe que era así. En mi caso, la última vez fue hace algo más de seis años, poco antes de exiliarme. Durante dos horas, saltó, brincó, se lanzó al suelo en el curso de la función sin abandonar ni una vez el escenario. Cuando, al cabo de unos minutos de concluida la obra, salió a saludarnos a mi hija y a mi, parecía que venía de desayunar al lado de una piscina. Arturo no era sólo un maestro de la interpretación difícilmente superable. Por añadidura, era un personaje admirable por muchos conceptos. Jamás recibió un céntimo de subvenciones – ese gran instrumento de prostitución del arte y de los medios – y siempre compensó esa circunstancia con su arte que le granjeaba un seguimiento fidelísimo del público. Si cada año estrenaba un nuevo éxito se debía sólo a que era no bizcochable para los políticos sino rentable para los empresarios teatrales. Tampoco formó parte nunca del grupo de la progresía. De hecho, un día me dijo que Franco a su lado era un rojo. No era cierto aunque la afirmación tenía su gracia. Era, sin duda, conservador, pero lo era no porque procediera de la aristocracia o de la alta burguesía sino, por el contrario, porque venía de extracción humilde y sabía lo que era abrirse camino a fuerza de voluntad y trabajo. La suya era la nobleza del esfuerzo personal denonado. Fue boxeador de joven – el tigre del Piles – y, sin duda, su trayectoria constituyó un combate continuado. Hablamos en varias ocasiones de las que conservo un gratísimo recuerdo porque Arturo creía en apoyarse en el esfuerzo personal, en perfeccionar día a día la labor profesional, en salir adelante sin venderse al poder. Fallecido con noventa años, había estado trabajando hasta pocos días antes. Incluso formaba parte del grupo de los que creía en Dios, pero no se valía de esa circunstancia para obtener beneficio alguno. Su muerte me ha causado un hondo pesar. Deja un hueco en la escena y a mi me deja un hueco en el recuerdo más entrañable. Hasta siempre, querido y admirado Arturo.