Más de tres millones de dólares fueron empleados en salarios y otros beneficios de los altos empleados. El presidente de la entidad, Greg Simon, se embolsó de los fondos de la misma $224,539 en 2017 y $429,850 en 2018. Su vicepresidenta, Danielle Carnival, recibió $391,897. Por cierto, ambos procedían del programa Cancer Moonshot de la administración Obama. En el segundo año de funcionamiento de la entidad fundada por Biden, la directa de comunicación Cecilia Arradaza recibió $171,012, la directora de política científica Catherine Young, $170,904 y la directora de gestión Lisa Simms Booth, $197,544. Todo esto cuando la media de las organizaciones benéficas para el salario de sus altos ejecutivos es de $126,000 anuales. Pero no es sólo un chiringuito para amiguetes. Los grandes donantes de la fundación son entidades que se beneficiarían de las normas que en el terreno de la industria sanitaria y de la farmacéutica puedan derivar de la acción presidencial. De nuevo, en la trayectoria de Biden aparece un innegable conflicto de intereses, un conflicto de intereses que, como en el caso de su hermano y su hijo, despide un fuerte hedor a corrupción y, sobre todo compromete, el futuro gobierno de la nación ya que no resulta difícil ver cómo podría emplearse el dinero de los contribuyentes con la excusa de impulsar la calentología con el Green New Deal, la ideología de género o la sanidad. Miles de millones de dólares estarían a disposición de un presidente que ha demostrado su clara voluntad de incurrir en el conflicto de intereses si así le convenía económicamente a gentes cercanas a él como los miembros de su familia. En 2016, la derrota electoral impidió que Hillary pudiera llegar a la Casa Blanca y extender de manera cósmica la inmensa corrupción que caracteriza la fundación que lleva el nombre de Clinton. En 2020, la derrota electoral de Biden puede salvar a los Estados Unidos y al mundo de un riesgo no menor.