Chirac: imperio y corrupción
Hace medio siglo, cualquiera hubiera dicho que Jacques Chirac había tomado las decisiones adecuadas. Tras una etapa de católico comunista, de vender ejemplares de L´Humanité y de reunirse en células donde se planeaba la revolución, el joven Jacques pasó por Harvard, se presentó voluntario para ir a la guerra de Argelia – pudo haberse librado – y abrazó el patriotismo gaullista. En 1962 – veintisiete años – ya se había convertido en el jefe de gabinete del primer ministro Pompidou que decidió apadrinarlo bautizándolo con el apodo de mi Bulldozer. Durante la década de los setenta, el joven Chirac ocupaba cargos como el de ministro de relaciones parlamentarias, ministro de agricultura, notablemente importante en una nación como Francia, y ministro del interior. En 1974, era el primer ministro bajo la presidencia de Giscard. No estaba mal para alguien que acababa de cumplir 41 años y que estaba decidido a desplazar a toda la generación de gaullistas veteranos. Demasiado conservador para Giscard, acabó presentando su dimisión y ahí comenzó el gran cambio. Su paso por la alcaldía de París fue histórico, pero, de momento, sólo sirvió para dividir a la derecha y facilitar que los socialistas se hicieran con la presidencia en 1981. En 1986, se había impuesto en la derecha y, vencedor en las legislativas, el socialista Mitterrand no tuvo más remedio que nombrarlo primer ministro en lo que se denominó la cohabitación. Dentro de una clara ortodoxia liberal, Chirac abogaba entonces por los impuestos bajos, las privatizaciones y la dureza frente al delito y el terrorismo. Los que se preguntan por el abandono posterior en aquellas posiciones suelen responder que es más fácil practicar la corrupción con una política de intervención estatal aunque sea desde la derecha que con una liberal. Se piense lo que se piense de esa conclusión, en el caso de Chirac no se equivocan. Chirac resucitó una de los grandes ideas del general De Gaulle, la denominada Françafrique, en otras palabras, un dominio neocolonial de Francia sobre el continente africano basado en la masonería en la que eran iniciados los futuros presidentes africanos, la corrupción rampante y el control galo de las materias primas lo que, entre otras consecuencias, permite que el país vecino pueda mantener un envidiable sistema de servicios sociales y unos más que saneados ingresos económicos. Así, en una visita a Costa de marfil, Chirac no tuvo problema alguno en apoyar a un corruptísimo presidente permitiéndose incluso decir que el multipartidismo era “una especie de lujo”. Ciertamente, podría serlo para el neocolonialismo francés. Tras un paso por el desierto, en 1995, Chirac alcanzó la ansiada presidencia de Francia. A esas alturas, ya estaba más que inmerso en una visión que implicaba mantener bases militares en África – y poner en acción a las tropas cuando le pareciera conveniente – seguir una política nacionalista que acentuara la independencia de Estados Unidos e intervenir en la economía. Aquella fue la época en que comenzaron a saltar a la luz pública los grandes casos de corrupción y cuando se negó a comparecer ante el juez alegando la inmunidad del cargo, una posición respaldada por una decisión judicial de 1999. En 2002, volvió a ganar unas elecciones presidenciales ante el temor de la izquierda de que el Frente nacional de Le Pen se alzara con la victoria. Sin embargo, más allá de las siglas, la política de Chirac no era muy diferente de la del partido socialista. Tras sobrevivir un intento de asesinato, en 2003 se convirtió en la voz internacional más importante contraria a la guerra de Irak. No lo movía el idealismo. Desde hacía años, había impulsado las relaciones con Saddam Hussein hasta el punto de que le construyó al central nuclear de Ossirak llamada burlonamente Oh Chirac!. En 2005, un incidente vascular lo obligó a retirarse. Seis años después, un tribunal lo condenó a dos años de prisión por desvío de fondos públicos, abuso de confianza y conflicto de intereses, pero la sentencia quedó suspendida. Da la sensación de que la administración de justicia consideró que se le podía perdonar la corrupción siquiera por todo lo que había contribuido a sostener el imperio. Poco antes de su muerte, una encuesta lo mostraba como el presidente francés más popular. Oh la la…!