A cualquiera podía gustarle más o menos el gobierno de Mao, pero semejante posición era inaceptable y más cuando China tiene un puesto en el Consejo de seguridad de Naciones Unidas. En un episodio cuyas dramáticas imágenes nunca olvidará quien escribe estas líneas, finalmente el representante de Taiwán tuvo que abandonar aquel privilegiado lugar y cedérselo a un enviado de Beijing. Desde entonces, la situación de Taiwán ha resultado precaria. Por supuesto, se han dado aspectos positivos como el desarrollo económico de la isla y su transformación de una dictadura autoritaria en una democracia. Sin embargo, China sigue reclamando su soberanía sobre el lugar – una reclamación difícil de rebatir en el terreno del derecho internacional – y, sobre todo, Taiwán cada vez está más aislada diplomáticamente. Por supuesto, cuenta con el respaldo de unos Estados Unidos que garantizan su independencia, pero la semana pasada tanto las islas Salomón como Kuribati decidieron romper relaciones con Taiwán y abrir una embajada en Beijing. A estas alturas, Taiwán mantiene relaciones diplomáticas plenas sólo con una quincena de naciones, pero puede hacerse el lector una idea de lo que esto significa cuando observa que entre ese grupo reducido están las islas Marshall, Palau, la república de Nauru o Tuvalu, todas ellas pequeñas entidades estatales en el Pacífico sur. A decir verdad, ante Taiwán sólo se abren dos vías. Una es la de renunciar formalmente a algo que materialmente nunca ha sido y es la China legítima. Se podrá simpatizar más con el gobierno de Taiwán que con el de Beijing, pero pretender que la China continental no es la China verdadera y sí lo es la pequeña isla del Pacífico resulta no sólo absurdo sino incluso claramente ridículo. Un Taiwán que pretende ser China no tiene futuro aunque se conozcan sus raíces históricas. La segunda opción es su reintegración al territorio nacional chino según un acuerdo semejante al que disfruta Hong Kong lo que salvaría la soberanía nacional y, a la vez, la democracia. Todo lo demás está condenado al fracaso.