Hubiera yo pensado que alguien que no deja de hacer gala de su acrisolada piedad dedicaría su tiempo a la oración, a la santificación personal o a la práctica de la caridad impulsando obras como Los panes y los peces de Federico que están permitiendo que tantos indigentes tengan un plato de comida. Pues no. Se dedica más bien a expurgar lo que los demás escriben a ver si encuentra en alguna línea algo que le permita hundir la reputación de una persona y de paso dejarla en el paro. ¡Notable ejemplo de piedad! ¡Admirable muestra de caridad! ¡Rutilante joyita de conducta cristiana! Quizá me quedaría algo más tranquilo pensando que el individuo de marras es simplemente un fanático religioso que no puede tolerar a nadie distinto a su lado y que con celo equivocado, pero quizá hasta bienintencionado, sólo busca realizar una limpieza espiritual de nuestra sociedad. Me temo – conociendo sus antecedentes – que se trata de un biotipo perteneciente a otra especie, la de los que ansían trepar mediante el socorrido expediente de arruinar la existencia de otros. A esa especie, pertenecieron aquellos que en el s. XVI denunciaron a Fray Luis de León no porque creyeran en realidad que el erudito era heterodoxo sino porque ambicionaban su cátedra, y los que vigilaban a los judíos conversos no porque dudaran realmente de su conversión sino porque soñaban con ocupar sus puestos, y los que delataban al Santo Oficio a sus vecinos cubiertos por un procedimiento perverso que no permitía al pobre acusado saber quién lo había denunciado ni por qué. Todavía hace unas décadas conocí a gente como ésa. Los vi denunciar a una pobre evangélica a la policía de Franco hasta que lograron que le quitaran a su hija y precipitaron su muerte en un hospital. La desdichada mujer no hacía mal a nadie, pero su existencia debía resultarles intolerable. También conocí a algunos de los que, acusados por ellos de no profesar la religión oficial, perdieron su empleo permitiendo de esa manera que los ortodoxos denunciantes ocuparan su puesto de trabajo.
Tras el concilio Vaticano II, en plena democracia, con ley de libertad religiosa y, sobre todo, a pesar del testimonio intachable de respeto procedente de tantos de sus correligionarios que, gracias al Altísimo, no son como ellos, estos inquisidores de ayer y de hoy siguen existiendo e incluso se jactan de sus actividades. En el siglo XVI, en el s. XVII,en el s. XVIII, incluso hasta inicios del s. XIX, cuando la Inquisición ejecutó en España al último protestante, un levantino llamado Cayetano Ripoll, encantados de la vida nos hubieran denunciado al Santo Oficio para que dispusiera inexorablemente de nuestras vidas y haciendas. Hace unas décadas, se hubieran ocupado del cierre de lugares de culto, de la confiscación de Biblias e incluso de que nos dejaran en la calle. Ahora, nos anuncian que nos vigilan, que pasillean para denunciarnos ante los obispos y que intentan acabar con nuestra reputación aunque eso sí, nos permitirían seguir viviendo en alguna posición subordinada al lado de homosexuales y ateos en una especie de apartheid que, seguramente, les parecerá el colmo de la generosidad. No extraña que Cervantes en la Segunda parte del Quijote relatara la tristísima historia de los exiliados moriscos que habían marchado a la Alemania de la Reforma porque allí a diferencia de lo que sucedía en España había libertad. Si lo sabría él que fue excomulgado más de una vez y que, como tantos inocentes, pasó por la cárcel gracias a gente así.
Gracias a Dios, vivimos en 2009, porque si hubiéramos nacido hace un par de siglos, esa gente no hubiera parado hasta lograr que nos dieran muerte. Eso sí, como sucedió con los que condenaron a Jesús, invocando los más sagrados principios.