Mi amigo podría haber telefoneado a la policía o incluso haber pedido ayuda a los vecinos porque, aunque hay gente que no lo aprecia mucho, sin embargo, la idea de que cualquier facineroso entre en la urbanización o pueda ir violando a sus esposas e hijas les pone los pelos de punta. Pero mi amigo pensó que cualquiera de esas dos opciones no era deseable y, con la mayor corrección, preguntó a los delincuentes sobre la naturaleza exacta de sus acciones. Parece ser que los maleantes no se lo tomaron muy bien porque uno le espetó: “¿Y a ti qué te parece, caraculo? (sic) mientras que otro le dijo algo así como “Si te parece lo hablamos”. Al escuchar lo del diálogo, mi amigo se sintió aliviado. Mientras uno de los maleantes continuaba silenciando a su mujer – que seguía debajo – y otro metía los candelabros de plata en un saco, el que parecía el jefe le dijo: “Si te portas bien, lila, podemos hablarlo todo”. Aquí fue cuando mi amigo decidió echarle valor y le dijo: “Mire usted, le doy cinco minutos para que me explique lo que están haciendo y si no es lo que deben, para que se vayan de esta casa”. A esas alturas, los hijos de mi amigo habían aparecido en el umbral y al ver lo que pasaba con su madre comenzaron a lanzar voces de alarma. En unos minutos, varios vecinos habían llegado atraídos por los alaridos y anunciaron que iban a llamar a las fuerzas del orden e incluso se prestaron a intervenir, pero mi amigo no se lo consintió. “Mire usted”, insistió, “les exijo firmemente que me aclaren lo que están haciendo”. Se lo aclararon. La casa quedó como un hospital robado, uno de los atracadores descargó el vientre encima de la cama de matrimonio seguramente como recuerdo cariñoso de su paso por la vivienda de mi amigo y la pobre esposa ha quedado embarazada. Menos mal que estas cosas no suceden en España.