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Miércoles, 13 de Noviembre de 2024

El Caso (I)

Miércoles, 24 de Agosto de 2016

Aquí, en este exilio transatlántico, se agradece echarle el ojo a algo relacionado con España. No me refiero, como ya supondrán ustedes, a la política que me parece absolutamente agónica y sin solución ni tampoco a los programas de vísceras. Me interesan más otras cuestiones relacionadas, de una u otra manera, con la cultura.

Hace unos días, me enteré de la existencia de una serie de televisión basada en el semanario El caso y, por supuesto, intenté verla. Vaya por delante que los episodios que he contemplado hasta ahora – cuatro o cinco – se dejan ver. Las tramas son entretenidas y los personajes, en general, acaban cayendo simpáticos. Para pasar un rato, no está mal y, seguramente, está mucho mejor que otras opciones.

El gran problema que le veo a El caso, como serie, es el anacronismo. Yo imagino que gente joven que no vivió nada del franquismo – yo viví algo más de década y media que, desde luego, fue la mejor época del régimen – no puede evitar hablar como la gente de la segunda década del siglo XXI, aunque la acción sea en los años sesenta del año pasado; tiene problemas para darse cuenta de hasta qué punto las relaciones humanas, para lo bueno y para lo malo, eran muy diferente de las actuales y, sobre todo, determinadas situaciones vivenciales eran implanteables por la sencilla razón de que estaban fuera de la legalidad. La gente que yo conocí en mi infancia y mi adolescencia ni lejanamente hablaba como los protagonistas de los episodios de El Caso. Decían tacos parecidos, pero hablaban de una manera muy diferente y ahí sólo Guillén Cuervo parece encajar en algo cercano a la realidad, quizá porque recuerda una época en que sus padres – Gemma Cuervo y Fernando Guillén – eran la pareja interpretativa de moda.

Existen además ausencias llamativas. En lo que llevo visto, nadie habla de fútbol o de toros, lo que, dicho sea de paso, era metafísicamente imposible a la sazón. La única razón que se me ocurre es que los guionistas son del Barça y no quieren recordar una de las edades doradas del Real Madrid. Claro que también podían haber convertido en hincha del Atletic de Madrid a alguno de los protagonistas.

Quizá el patinazo mayor que he tenido ocasión de ver está relacionado con la situación conyugal del director del periódico. La esposa no sólo manda un montón sino que amenaza con llevarse el dinero que ha invertido en la publicación causando el pesar ansioso de su marido. El dislate es colosal si se tiene en cuenta que hasta bien avanzados los setenta, la esposa no podía alquilar, contratar e incluso abrir una cuenta corriente sin permiso firmado del marido o del padre, caso de ser soltera. De hecho, si la legislación cambió se debió al impulso directo del Opus Dei no porque la obra fuera abanderada de los derechos de la mujer sino porque ansiaba tener un resquicio legal por el que sus adeptas se marcharan, con patrimonio incluido, a los pisos de la que luego sería prelatura personal.

No menos errónea es la referencia al delito de adulterio por el que la esposa pretende acusar al marido. El adulterio bajo el régimen de Franco era un delito, pero con resultados bastante distintos en el caso de que el que lo cometiera fuera hombre o mujer. Si era mujer, la comisión de un solo acto la convertía en culpable de un ilícito penal y podía acabar en prisión. No sólo eso. Si el esposo la mataba, la ley lo absolvía porque tanto el conyugicidio por adulterio como el filicidio por fornicación eran eximentes totales. Pero volviendo al adulterior hay que señalar que para que el hombre pudiera ser inculpado no sólo la relación tenía que ser continuada sino que además debía darse en el mismo barrio donde vivía el matrimonio. Así, según repetida jurisprudencia del Tribunal supremo, si, por ejemplo, el adúltero A, que vivía en Atocha, tenía una amante fija con la que yacía en el barrio de Tetuán no era imputable y tampoco lo habría sido si, adúltero múltiple, se tratara de mujeres distintas. O sea que toda esa parte de la trama resulta entretenida, pero irreal.

No mucho más real es la historia homosexual que toca de refilón a la protagonista principal. Pensar que iba a existir una serie que aconteciera en la época de Franco y que no aparecería un homosexual es pedirle peras al olmo. Pero, de nuevo, el tratamiento es anacrónico. No digo yo que no hubiera homosexuales en la guardia civil – aunque la verdad es que me cuesta mucho creerlo – pero que además no guardaran la mínima discreción resulta muy difícil de creer. La homosexualidad en la época de Franco no era considerada como un plus ni te daban programas de radio o de televisión por incurrir en esa peculiar conducta sexual, pero cómo le iba al homosexual dependía mucho del lugar y de la posición social. En un pueblo pequeño, un homosexual notorio lo mismo podía pasar las de Caín que acabar siendo aceptado como una rareza dedicada a tareas como la sastrería. En una ciudad grande, sus lugares de encuentro eran conocidos y mientras se mantuvieran en sus círculos no eran especialmente inquietados. Conocí homosexuales en aquella época – familiares o parientes de amigos – y nunca tuvieron problemas para vivir de acuerdo con sus inclinaciones. Sólo en un caso, a uno le aplicaron la ley de vagos y maleantes porque se propasó con un soldado y pasó algunas semanas en prisión. Punto final porque siguió teniendo asuntos homosexuales prácticamente hasta que se murió. Es cierto también que tenían una presencia no pequeña en el cine o el teatro, pero, desde luego, no habían llegado a la situación actual. También había ya entonces – Pepe Sancho me lo confirmó en cierta ocasión corroborando lo que yo había visto siendo niño – que algunos personajes del mundo del espectáculo concedían papeles por vía anal y que, salvo que a algún policía se le cruzaran los cables o los vecinos fueran muy hijos de Satanás, llevaban la vida que les apetecía sin más alharacas. Luego, supuestamente, todos estuvieron combatiendo encarnizadamente contra Franco, pero ya se sabe que eso pasaba con el 99 por ciento de la población española, población un tanto torpe porque, a pesar de ser tantos los que se oponían activamente al régimen, Franco murió en la cama. No tranquilamente, pero sí en la cama. El lector, por supuesto, captará mi ironía. También creo que captara las deficiencias que le estoy encontrando a la serie de El caso.

 

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