A diferencia de India, Pakistán o el mismo Israel, Irán es firmante desde 1968 del Tratado de no-proliferación de armas nucleares. Esa circunstancia significa que Irán se comprometió a no tener armas atómicas y que la comunidad internacional, a su vez, asumió que ayudaría a Irán a desarrollar la energía nuclear con fines pacíficos (artículo IV) y sin impedir que almacenara uranio enriquecido (artículo II). Es sabido que no sólo no se cumplió esa parte del Tratado con Irán sino que además se le ha sometido a unas sanciones tan fáciles de entender como dudosamente legales. Todo ello además en el contexto de la información entregada en 2007 por la inteligencia norteamericana al presidente señalando que desde 2003 Irán no tiene programa alguno de armamento atómico. El propio Bush cuenta en sus memorias que esa circunstancia lo enfureció porque le privaba del argumento para invadir Irán. Por lo tanto, de lo que se trata es de dar la impresión de que no se viola el derecho internacional con la nación que preside la Asociación de países no-alineados – ciento veinte en números redondos – y, a la vez, de asegurarse de que Irán no pueda fabricar armas nucleares. Añádase que, dada la enorme volatilidad creada por la invasión de Iraq, Estados Unidos no puede permitir que Arabia Saudí – invasora de Yemén – pueda reforzarse a costa de Irán ni tampoco que Irán se haga más fuerte aunque ahora combate al Estado Islámico. A la tarea gigantesca se suman las sospechas por ambas partes – Estados Unidos dio un golpe en Irán en 1953, lanzó a Saddam Husseim en su contra y con Obama ha bombardeado siete naciones en cinco años – y la posición de Netanyahu al que el incumplimiento del Tratado de no-proliferación de armamento nuclear no quita el sueño. Se mire como se mire, no es un acuerdo perfecto, pero quizá sí de lo más sensato que se ha articulado en la zona desde que aconteció una invasión de Irak que la desestabilizó hasta el día de hoy.