No se trata de una cuestión ociosa. Tras décadas de presión creciente – la última ha sido brutal – salvadas sobre la base de un endeudamiento progresivo, del trabajo de los dos miembros de la pareja y de servicios sociales que evitaban algunos gastos, la clase media ya no tiene carne que poner en el asador. El desempleo rampante dificulta la entrada de dos salarios en casa y la deuda se convierte de pesada en asfixiante. Por añadidura, los impuestos pulverizan cualquier posibilidad de ahorro y promoción social conseguida, por ejemplo, mediante el pago de una educación mejor que la pública y el deterioro de los servicios públicos se traduce en mayores gastos – por ejemplo, para pagarse una sociedad médica – y en obstáculos crecientes para lograr la formación que ayudará a sus hijos a desenvolverse en el futuro. Que esa clase media se vea cada vez más empobrecida y que además no vea salida para sus retoños no es, sin embargo, sólo un problema propio. A decir verdad, es el drama de toda la nación. Es la clase media la que mantiene el sistema económico de consumo y si éste se deteriora con él declinan la capacidad recaudadora del estado y el entramado de servicios sociales. Los ricos – aunque cada vez fueran más acaudalados y encontraran más resquicios por los que hurtarse a la acción de Hacienda – no son bastantes para mantener el edificio en pie. A decir verdad, buena parte de sus ingresos acaban en el extranjero o comprando bienes fuera de España. Las pequeñas y medianas empresas, las familias de la clase media no se benefician en absoluto de los agujeros fiscales que se ha entregado a los más pudientes desde Felipe González a la actualidad. En otras palabras, si la sociedad media sobrevive, sobrevivirá la prosperidad nacional; si se desploma, tarde o temprano, con ella irá todo lo que conocemos y damos por supuesto como justo y necesario en la vida social. No sólo eso. Si esa clase media que es garantía de la estabilidad – la Transición fue un excelente ejemplo de la veracidad de lo que señalo – se deshilacha podemos regresar a períodos de turbulencias como España no los ha conocido desde hace muchas décadas. La disyuntiva es bien fácil: o se reduce drásticamente la presión fiscal y se mantiene la calidad de los servicios a costa, eso sí, de disminuir un gasto que es no pocas veces de mera intencionalidad política o la clase media se verá abocada a un empobrecimiento todavía mayor que tendrá funestas consecuencias para todos. Entraríamos así – si es que no lo hemos hecho – en el círculo vicioso en el que tras el gasto descontrolado vienen las subidas de impuestos y a éstas se suma el quebrantamiento de la capacidad de consumo que, a su vez, da como resultado el cierre de empresas y el aumento del desempleo. No se trata de un problema de mañana. Lo es desde ayer y existe ya hoy. A decir verdad, la cuenta atrás comenzó hace tiempo.