Viernes, 29 de Marzo de 2024

Las razones de una diferencia (XXVI)

Domingo, 11 de Mayo de 2014

¿Hay salida? (XIV): La secta

​A lo largo de los artículos que he venido publicando por segunda vez durante estos meses he recibido una cantidad muy considerable de cartas y correos que me agradecían el que hubiera traído a colación la importancia de la visión religiosa en el devenir histórico, una circunstancia, sin duda, esencial, pero que suele pasarse por alto por ignorancia o desprecio con mucha frecuencia. Resulta especialmente obligado recordarlo en esta nueva entrega.

Por más que le pese a Marx que nunca vio en la religión más que una parte de la sobre-estructura que se teje por encima de las relaciones de producción, la psicología de un pueblo deriva, fundamentalmente, de aquellas visiones que pretenden explicar la vida de manera total e históricamente, la religión ha tenido ahí un valor incomparable desde luego mayor que el clima, las materias primas o –por si alguien lo cree todavía– la raza. Es esa visión total –y no al revés– la que va conformando aspectos como la política, la economía, las leyes, las instituciones o las conductas sociales. Así era en el Neolítico –algunas de cuyas visiones y conductas perduran hasta el día de hoy– lo fue durante la Antigüedad, continuó siéndolo durante la Edad Media, no dejó de serlo durante la Edad Moderna y sólo en la Edad contemporánea, esa visión total de carácter religioso comenzó a rivalizar con otras que, desde muchos puntos de vista, también contenían elementos propios de la religión como fue el caso de las correspondientes a la masonería, el krausismo o el propio marxismo.

La Historia de cada pueblo, para bien y para mal, ha sido la de su configuración religiosa mayoritaria. Que no exagero un punto lo sabe cualquiera que ha viajado por India o Nepal, pero también el que ha paseado por las calles de Jordania o Nicaragua. Esa circunstancia –que salta a la vista de manera casi literal– les resulta visiblemente innegable, por ejemplo, a todos los que sienten inquietud por el avance del Islam y, a diferencia de la progresía, no esperan que internet o el turismo vayan a cambiar la mentalidad de los musulmanes o para los que se molesten en leer las interpretaciones de la Historia que resultaron oficiales durante el franquismo y que pintaban una visión idílica de la nuestra en relación directa con el catolicismo. Cuestión aparte es que esa visión, impuesta durante siglos a sangre y fuego, resulte imposible de sostener en una sociedad donde pueden circular con libertad las ideas y existe la opción de examinar la Historia sin prejuicios. Cuestión aparte es que haya una serie de naciones que no logran superar determinados problemas como consecuencia de su especial psicología forjada de una matriz religiosa concreta. Cuestión aparte es que el desarrollo de los acontecimientos indique que nuestra Historia, a pesar de sus momentos de gloria y sus aportes culturales, ha sido, como la de otras naciones semejantes, realmente aciaga. Cuestión aparte es que ese cúmulo de circunstancias deje de manifiesto que si alguien piensa que la solución a los problemas de España está en volver con banderas desplegadas a la Contrarreforma hay que concluir que se trata de un lamentable ignorante, de un fanático ciego o simplemente de un bribón. Señalar todo esto resulta imperativo en una entrega como la presente donde ese factor “religioso” resulta especialmente señalado y, a la vez, tan obvio, innegable y decisivo que nadie –a diferencia de los que ahora quieren negar la realidad– lo cuestiona.

Decía en una de sus obras Ricardo de la Cierva –historiador completamente libre de las manchas de heterodoxia que a mí me definen– que había terminado por convencerse de que para medrar en España resultaba indispensable pertenecer a una secta. Naturalmente, Ricardo de la Cierva empleaba el término “secta” en un sentido amplio, de grupo más o menos cerrado, con una carga ideológica obvia, semi-secreto –discreto prefieren decir algunos– y entregado a la conquista de posiciones sociales. Debo decir que no se equivocaba un punto. Desde la Expulsión de los judíos y la Contrarreforma, España –como otras naciones con destinos paralelos– forjó una sociedad en la que el ascenso no se debía al mérito o el esfuerzo sino a la pertenencia a una “secta”. Cervantes lo supo expresar como pocos en el entremés titulado La elección de los alcaldes de Daganzo. En el mismo se describe el proceso para elegir a un alcalde. La elección, en teoría, debe ser honrada y en beneficio de todos porque como dice el bachiller: “No hay sobornos aquí; todos estamos de un común parecer, y es que el que fuere más hábil para alcalde, ese se tenga por escogido y por llamado”. La teoría es buena, pero la práctica –¡si lo sabría Cervantes!– era otra. Baste leer el siguiente diálogo entre el ya citado bachiller y uno de los candidatos llamado Humillos:

Bachiller: ¿Sabéis leer, Humillos?

Humillos: No, por cierto, ni tal se probará que en mi linaje haya persona de tan poco asiento que se ponga a aprender esas quimeras, que llevan a los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana. Leer no sé; mas sé otras cosas tales, que llevan al leer ventajas muchas.

Bachiller: ¿Y cuáles son?

Humillos: Sé de memoria todas cuatro oraciones, y las rezo cada semana cuatro y cinco veces.

Rana: ¿Y con eso pensáis de ser alcalde?

Humillos: Con esto y con ser yo cristiano viejo, me atrevo a ser un senador romano.

Bachiller: Está muy bien. Jarrete diga ahora qué es lo que sabe.

 

Puede gustar o no lo señalado por Cervantes, pero el cuadro resulta de una claridad innegable. El bueno de Humillos no sabe leer entre otras razones porque le consta que cuando lo hacen los hombres suelen acabar en las hogueras de la Inquisición (el brasero) y las mujeres casi mejor no decirlo. Su pretensión de ser elegido alcalde arranca de su pertenencia a la “secta”. Con recitar varias oraciones a la semana y ser cristiano viejo sobra para cumplir con la función pública. Un testimonio parecido da Jarrete que a la pregunta ya señalada del bachiller responde:

 

Jarrete: Yo, señor Pesuña, sé leer, aunque poco; deletreo y ando en el ba–ba bien ha tres meses, y en cinco más daré con ello a un cabo; y, además de esta ciencia que ya aprendo, sé calzar un arado bravamente y herrar casi en tres horas cuatro pares de novillos briosos y cerreros; soy sano de mis miembros, y no tengo sordez ni cataratas, tos ni reúmas, y soy cristiano viejo como todos, y tiro con un arco como un Tulio.

 

El testimonio de Cervantes, como tantas veces envuelto en humor, no puede ser más claro. Los principios teóricos de la España donde no se ponía el sol podían ser teóricamente impecables, pero, en la práctica, cualquier ignorante mostrenco podía aspirar a un cargo si se sometía a la ortodoxia católica y era cristiano viejo.

 

Cervantes, que sabía por cuenta propia que la nación iba manga por hombro y que había sufrido la excomunión cuando –¡pecado imperdonable en España!– había pretendido que la iglesia católica contribuyera de manera equitativa a las cargas comunes, acababa el entremés con el bachiller reprendiendo a un sacristán por entremeterse en cuestiones de la justicia. ¡Ojo, a un sacristán, porque de haberse tratado de un sacerdote el manco genial habría traspasado una línea peligrosa!

Cervantes era demasiado atrevido en sus posiciones y esa circunstancia explica más que sobradamente por qué su teatro no llegaba a gustar a la gente imbuida de la mentalidad de la Contrarreforma, por qué sus novelas fueron recortadas por la censura –aunque no prohibidas como pasó con el erasmista Lazarillo de Tormes– y porque Lope de Vega siempre fue mucho más del agrado de un público que había ido aceptando de manera bastante acrítica las posiciones oficiales. Aún así –¡ironías terribles de la vida!– los clérigos hicieron todo lo posible –con éxito– para prohibir el teatro en varias ocasiones. Hasta Lope de Vega, el teatro dependía de lo que hoy denominaríamos subvenciones de las diócesis y cuando éstas dejaron de controlar al cien por cien el contenido de las obras consideraron más prudente proceder a su cierre. Si alguno piensa que los titiriteros a sueldo comenzaron con el PSOE anda –siento herir susceptibilidades– muy equivocado.

Una vez más, la Contrarreforma marcaba trágicamente el destino tanto de España como de otras naciones. Una persona no valía por lo que valía realmente sino por la ortodoxia aunque ésta no pocas veces no pasara del estado de mostrenco fanatizado. Como señaló muy bien Cervantes, para ser juez bastaba con ser cristiano viejo y no tener sangre judía. Por supuesto, el autor del Quijote se burlaba de semejante mentecatez, pero la mentecatez era dolorosamente cierta y pesa en la Historia de España hasta el día de hoy.

En dramático contraste, en las naciones donde triunfó la Reforma, el mérito y la visión bíblica del trabajo se convirtieron en ejes de la vida nacional. Había escrito Lutero que una simple fregona podía desarrollar un trabajo tan digno como el de un predicador y los puritanos insistieron en encontrar a Dios en el taller y en la tienda. En paralelo, en los países de la Contrarreforma, el trabajo seguía siendo una maldición de Dios; el comercio, una ocupación desdeñable y la ortodoxia más importante que el mérito o el saber. Añádase el peligro de acabar en “el brasero” por leer libros y no costará comprender por qué, como señalaron Whitehead y Kuhn, la revolución científica se produjo gracias a la Reforma protestante del s. XVI. Pero no nos desviemos. Basta leer los historiales de no pocos personajes patrios desde el siglo XV al XIX para ver cómo podían ser unos memos absolutos, pero dotados de futuro si pertenecían a la “secta” adecuada, a la vez que podían alcanzar la condición de grandes hombres y estar condenados a la ruina si no tenían esa pertenencia asegurada.

 

Esa visión, nacida de la Contrarreforma encantada de la Inquisición y sus acciones, entró a formar parte de la psicología española y se perpetuaría, por desgracia, como tantas otras circunstancias, en ámbitos “extra ecclesiam”. El trienio liberal (1821–23), rezumante de buenas intenciones de modernización de una nación atrasada, como ya he mostrado en otro lugar, fracasó en no escasa medida porque la masonería se apoderó de un esfuerzo noble, pero ya mediatizado. Los logros no se pueden negar, pero sí la manera en que se llevaron a cabo que explica, en no escasa medida, por qué concluyeron desplomándose ante la alianza del rey felón y la iglesia católica.

El siglo XIX español –pero también el italiano o el hispanoamericano– fue el de la lucha de diversas “sectas” empecinadas en dominar la vida nacional no aprovechando a los de mayor mérito sino colocando a los propios para desgracia de los ajenos. Resulta difícil saber en qué medida personajes concretos creían de verdad en lo que profesaban o, como un conocido político español que entró en la masonería para viajar, simplemente buscaban cómo lograr que sus intereses florecieran. Al fin y a la postre, no pocos llegaron a la conclusión de que sólo la “secta” –llevara un crucifijo o un compás– les garantizaba un buen pasar presente y un futuro tranquilo. Repásense autores como Galdós o Clarín y se verá que no exagero un ápice.

Lo mismo sucedió en el siglo XX. He escuchado a más de un militar comentar jocosamente cómo compañeros suyos de academia se habían “tragado docenas de misas” por eso de que el Opus tenía un peso notable en su arma y era una manera de propiciar su ascenso. Con posterioridad, he escuchado a algunos de esos mismos militares contar la misma anécdota, pero cambiando “misas” por “tenidas” en la época de ZP.

También recuerdo cómo Ricardo de la Cierva me contó en cierta ocasión cómo el Opus y el PCE habían llegado a un pacto en la época final del franquismo para repartirse las cátedras en la universidad prácticamente al cincuenta por ciento. Ambas “sectas” –insisto en que uso el término no en sentido estricto sino como el propio Ricardo de la Cierva lo utilizaba– sabían que el régimen se acababa y ya andaban fijando sus posiciones para el día de mañana. Lo argumentaba muy bien el conocido historiador y temo –por otros indicios– que no se equivocaba. Por cierto, ignoro los resultados que el denominado “cerco” al entonces príncipe Juan Carlos haya podido deparar al Opus, pero no tengo la sensación de que el camino por el que transita el actual monarca sea precisamente el de la santidad.

 

Sea como fuere, seguramente, ni el Opus ni el PCE se percataban por aquel entonces de hasta qué punto eran precursores de lo que iba a pasar en la España de la democracia. Con el actual sistema, la Historia de España ha llegado a un enfrentamiento “formal” –en ocasiones muy aparatoso– de “sectas” y a un reparto paralelo y “real” de los beneficios. Ese reparto lo mismo puede verse en ciertos consejos de administración que en las acciones de gobierno– real que no institucional– de ciertas CCAA donde la masonería, por ejemplo, se puede dar la mano con grupos católicos sin ningún reparo de conciencia. Al que no crea lo que afirmo le bastará echar un vistazo a la última lista de subvenciones de la Junta de Andalucía para ver que se ha llegado a un “ecuménico” reparto del dinero de los contribuyentes entre diversas “sectas”. Los jesuitas se juntan con las feministas, las abortistas con gente salida del San Pablo-CEU, los salesianos no tienen inconveniente alguno en enseñar la ideología de género a los jóvenes y todos ellos, unidos a la Compañía de María, manifiestan un llamativo interés por enviar dinero público –vayan ustedes a saber por qué– a la República democrática del Congo. Se dirá lo que se quiera de Griñán, pero no que no haya estado dispuesto a dar el dinero de todos a las castas privilegiadas sin distinción ideológica alguna. Como a lo largo de la Historia de España, fuera sólo quedan los que –de derechas o de izquierdas, creyentes o ateos– no forman parte de alguna “secta”.

Las consecuencias de ese pensamiento afianzado en la Contrarreforma que favorece al “ortodoxo” por delante del trabajador, al adepto frente al sabio, al fanático frente al que cuenta con méritos reales ha sido –y es– sencillamente devastadora para España y para otras naciones que han seguido una senda semejante. Para remate, la izquierda española ha nacido también de esa mentalidad y sólo ha sabido empeorar semejante camino. En Suecia, los sindicatos, a pesar de ser de izquierdas, podrán estar en contra de que los funcionarios sean vitalicios por considerarlo un privilegio laboral intolerable y en Alemania, insistirán en que se mantengan de sus cuotas porque esa circunstancia les proporciona independencia y libertad. No esperemos semejante conducta sindical en la España donde el necio puede, desde hace siglos, aspirar a convertirse en alcalde si sabe recitar media docena de oraciones católicas.

Los ejemplos se multiplican. Hace unos años, un joven doctorando recibió la visita de un catedrático claramente identificado con la fundación de un partido político. Consideraba al futuro doctor persona de cualidades y le brindó una plaza docente universitaria mediante el expediente de que le avisara cuando se fuera a convocar la oposición. El doctorando se sentía identificado con las posiciones políticas del catedrático, pero no podía aceptar que se amañara el método para acceder a un puesto de profesor titular. De hecho, algo después de leer su tesis –por la que obtuvo incluso el premio extraordinario de fin de carrera– abandonó la docencia universitaria asqueado de la corrupción de las diversas “sectas”. A día de hoy, piensa que no sólo hizo lo mejor moralmente sino también profesionalmente, pero su conducta no es, ni mucho menos, algo generalizado. A decir verdad, la enseñanza es un desastre en no escasa medida porque buena parte del profesorado entró por la puerta falsa de los sindicatos; la universidad es una vergüenza porque no pocos titulares han llegado a su posición gracias al carnet; los consejos de ciertas grandes empresas son una calamidad porque están llenos de cargos políticos y no de técnicos; las cajas se han ido arruinado una tras otra porque su administración corría a cargo no de los que sabían sino de políticos; el funcionariado se ha visto viciado porque puede llegar a nivel treinta un inútil que no sabe redactar cartas, pero que cuenta con una buena recomendación a la que es sensible un político; los medios de comunicación abochornan porque no pocos de sus exponentes no pasan de ser comisarios de agitación y propaganda. ¡Hemos llegado a tal grado de locura sectaria que una ignorante supina en materia jurídica se sienta en el consejo de estado y se dedica a desbarrar sobre la manera en que Hitler llegó al poder! ¡Hemos llegado a tal grado de locura sectaria que un médico bajo cuya acción perdieron la vida docenas de personas es aplaudido por todo un sector del parlamento como un héroe! ¡Hemos llegado a tal grado de locura sectaria que un fanático que no tiene ni concluido el bachiller y que debería ocuparse, sobre todo, de arreglar sus gravísimos problemas familiares pretende dar lecciones de moral porque tiene la “ortodoxia” de su parte! ¡Hemos llegado a tal grado de locura sectaria que se ha aceptado el principio de que determinados abusos no tienen mayor relevancia porque sólo afectan a un porcentaje pequeño del colectivo en que se han producido! ¡Hemos llegado a tal grado de locura sectaria que estamos permitiendo que desaparezcan de España nuestros jóvenes más preparados porque los de la “secta” ya han ocupado sus lugares! Pero ¿acaso puede sorprendernos cuando ya Cervantes nos indicó que no había que saber derecho ni siquiera ser justo porque, para ser alcalde, bastaba con ser católico y carecer de sangre judía?

Se trata de la misma herencia nefasta de la Contrarreforma que se contempla en Italia, en Argentina, en México… en tantos lugares con trayectorias mentales semejantes y destinos históricos parecidamente malogrados. Pues bien, en España, no saldremos adelante mientras el mérito no prevalezca sobre el carnet, mientras la sabiduría no esté más considerada que la ortodoxia, mientras el esfuerzo no prime sobre la pertenencia a un grupo y mientras la valía no prevalezca sobre la “secta”.

CONTINUARÁ

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