Su nombre, como muchos habrán adivinado, era Abraham Lincoln. En no escasa medida, el acceso al trono de Felipe VI se produce en circunstancias no menos delicadas. La gente que lo conoce y lo ha tratado tiene una excelente opinión de él, pero no es menos cierto que millares abominan de su figura en pro de visiones políticas que liquidarían el orden constitucional. Por añadidura, no puede negarse que, nada más convertirse en rey, su mayor desafío será la amenaza de secesión protagonizada por el nacionalismo catalán. Con todo, quizá el modelo de acción más cercano al príncipe no sea el del “honrado Abe” sino el de su propio padre en una fecha muy señalada, la del 23-F. Cuando tuvo lugar la intentona golpista y por más que se apelara a la nación y a ideales supuestamente nobles, la realidad no podía ser más obvia. Un grupo minoritario había decidido torcer la voluntad del pueblo español cristalizada en la constitución de 1978 y en las elecciones para imponer sobre ella la suya propia. Podían enmascarar sus acciones en banderas y fórmulas patrióticas, pero la realidad es que al callado y respetable veredicto de las urnas quisieron torcerle la dirección apelando a las metralletas, los tiros al techo y los tanques moviéndose por las solitarias calles de una Valencia amedrentada. En aquellos momentos en que todo el sistema democrático podía haberse desplomado para dar entrada a un gobierno con presidencia militar sin respaldo popular alguno, el rey hizo lo que debía. Primero, abrazó como instrumento indispensable la prudencia y evitó dar ningún paso que pudiera obstaculizar la desarticulación del golpe. Segundo, entabló contacto con todas las instancias que podían garantizar la obediencia a la constitución y, especialmente, con aquellas que pudieran sentirse tentadas de violarla. Tercero, ejerció sin titubeos toda la autoridad que le ofrecía el ordenamiento jurídico y, de forma indubitable, su condición de jefe supremo de las fuerzas armadas para impedir que la legalidad se viera quebrantada. Finalmente, echó mano de los medios de comunicación para dejar claramente establecido que nadie que violentara el orden constitucional podía contar con su respaldo y que, por el contrario, exigía a los que lo hubieran dado ese paso que depusieran su actitud. Aquella noche, el rey salvó la democracia para más de tres décadas y se asentó definitivamente en el trono. A la vuelta de unos meses, Felipe VI se enfrentará con un desafío lanzado por el nacionalismo catalán más peligroso si cabe que el articulado por los golpistas del 23-F. También él deberá responder y deberá hacerlo siguiendo el ejemplo que dejó establecido de manera inolvidable su padre. Si así lo hace, también él podrá dar por segura no sólo su posición en el trono sino también la perduración de la estabilidad política de España para décadas. A fin de cuentas, aquellos que cometen el horrendo acto de intentar destruir la legalidad y aniquilar la convivencia civil por sus ambiciones sólo merecen una respuesta, la misma que dieron Abraham Lincoln o el rey Juan Carlos I. La misma que es de esperar en el príncipe.