No se trata ni mucho menos de un análisis racista, pero poco puede negarse que hay pueblos con un paisaje más que desnutrido de recursos que han sabido sacar panes de las piedras y otros que, con enormes riquezas naturales a su disposición, no enderezan su rumbo de manera estable a pesar del paso doloroso de los siglos. El paisanaje a fin de cuentas es fruto de una cultura concreta que no es percibida de manera consciente por la mayoría, pero que ahorma el devenir colectivo. Por ejemplo, no es lo mismo un paisanaje educado en el culto al trabajo bien hecho que otro que considera que el trabajo es un castigo de Dios y que lo ideal es encontrar un trabajo donde no se trabaje. No es lo mismo cuando la mentira es considerada un pecado venial que cuando es materia más que suficiente como para acabar con una carrera política. No es lo mismo cuando el estado es concebido como un ente del que el ciudadano debe protegerse que cuando se le ve como papá providente – como antaño lo fue la Santa Madre Iglesia – que, precisamente, por eso tiene derecho a robarnos, legal o ilegalmente, el fruto de nuestro trabajo. No es lo mismo cuando la política se concibe como un esfuerzo colectivo en el que se desconfía de la acumulación de poder que cuando se espera a alguien que arregle todo simplemente colocando el paquete testicular sobre la mesa. No es lo mismo cuando se considera que la libertad de conciencia y de religión es esencial para el desarrollo sano de una sociedad que cuando se ha considerado por siglos que la única religión que puede existir es la mía y el resto están prohibidas o, como mucho, toleradas. No es lo mismo cuando se cree en la supremacía de la ley por encima de cualquier ser humano que cuando se está convencido de que en casos particulares lo ideal es conocer a alguien que te exima de su cumplimiento. Todo es cuestión de paisanaje.