Porque nacionalista catalán no lo fue siempre. Ni siquiera después de ser educado en un centro que pregonaba la buena nueva del nacional-socialismo germánico en los años del III Reich. Ni tampoco cuando cumplió con su obligación de realizar el servicio militar. Se conserva la foto en que vestido de alférez del ejército de Franco muestra una sonrisa oronda que destaca entre el casco que lleva calado en la cabeza y el sable que agarra entre las manos como Fred Astaire sujetaba su bastón. Quizá todo comenzó cuando en ciertos grupos supuestamente apostólicos le dijeron que el Evangelio pasaba no sólo por Belén y el Calvario sino también por Cataluña. Eso y los guantazos que le administró la policía de Franco. Eso, los guantazos y la manera en que el nacionalismo catalán permitiría medrar a cualquiera que fuera lo suficientemente espabilado para abrazarlo. En los setenta, Pujol no sólo dejó constancia en un libro del desprecio que le causaban los inmigrantes que estaban levantando Cataluña sino también de la certeza de que se podía controlar la región mediante un porcentaje de los votos que rondara el treinta por ciento. Tarradellas siempre lo miró con desconfianza porque se temía que todo acabara volviendo a las andadas de los años treinta. De haber seguido viviendo habría pensado que era profeta. Porque para mantener el tinglado del pujolismo había que corromper y repartir y eso exigía mucho, mucho dinero que sólo podía salir de los bolsillos de los españoles. La carrera de Pujol pudo acabar cuando se destapó el caso Banca catalana, una entidad crediticia a la que estaba vinculado desde su fundación y cuyas cuentas resultaban más oscuras que la trama nacionalista. En mayo de 1984, la fiscalía general del estado lo incluyó en la querella contra los directivos de Banca Catalana. En junio de 1986, los fiscales Mena y Villarejo presentaron la petición de procesamiento de los dieciocho antiguos consejeros, entre los que se encontraba Pujol, por presuntos delitos de apropiación indebida, falsedad en documento público y mercantil y maquinación para alterar el precio de las cosas. Pero Pujol no estaba dispuesto a que la acción de la justicia le estropeara una carrera que imaginaba eterna. Como el Mussolini de la Piazza Venezia, convocó a sus fieles ante el balcón y les espetó que el que atacaba a Banca Catalana atacaba a Cataluña. Algo similar le habría gustado decir a Mario Conde y a otros atrapados en episodios bancarios turbios, pero no tenían la bandera catalana para envolverse en ella ni unas turbas de paniaguados que los respaldaran. Felipe González no le aguantó el pulso y las consecuencias fueron pavorosas. Entre ellas, una resolución de marzo de 1990 debida a la Audiencia de Barcelona donde se decretaba el sobreseimiento definitivo a pesar de reconocerse que la gestión había sido “desastrosa”. Claro que a esas alturas ya era más que sabido que Pujol no rendiría cuentas. Aunque algún director de periódico despistado decidió nombrarlo “español del año”, lo cierto es que Pujol sólo veía España como una presa. Durante la mayoría escasa de Felipe González y el primer mandato de Aznar impuso condiciones leoninas que pagaron todos los ciudadanos mientras presumía de ayudar a la gobernabilidad. Pero el monstruo había crecido ya mucho y no bastaba con lo que tragaba para mantenerlo en pie. El nuevo estatuto catalán – aunque no presentado por él – respondió a la necesidad de abocar más recursos para sostener el expolio nacionalista y el clientelismo electoral. En paralelo, Cataluña se había convertido durante el pujolismo en una de las regiones más corruptas de Europa, una corrupción que, al final, ha terminado por salpicar a la familia y que puede derivar en penas de cárcel. Ahora Pujol reconoce que durante años perpetró conductas que, presuntamente, entraron o rayaron en el ilícito penal. Seguramente, estará tranquilo. Durante décadas hizo su real voluntad en contra de los intereses mayoritarios de los españoles y no le pasó nada. Y eso que su ascenso fue resistible.