El caso de Nicaragua es notable. Tras derribar la dictadura de Somoza e instaurar la suya propia, los sandinistas fueron desalojados democráticamente del poder. Regresaron, sin embargo, con el mismo dirigente de antaño, el comandante Daniel Ortega. Los antiguos sandinistas, los de la revolución, los emblemáticos, suelen odiar a Daniel Ortega. Gente como Ernesto Cardenal, sacerdote, escritor y sandinista, lo ve – la acusación es suya - como “un fascista” y se queja de que Ortega traicionó la revolución, especialmente, en aquel momento histórico conocido como “la piñata” en que los revolucionarios se apoderaron de todo lo que pudieron como si fueran las golosinas que salen del citado artilugio cuando se quiebra. Pero, aunque despreciado por sus antiguos correligionarios, Ortega ha demostrado aprender con el tiempo. Reunió a los empresarios para decirles que no se metieran en política sino que se dedicaran a ganar todo el dinero que pudieran; tendió una mano a la iglesia católica para evitar los choques de los ochenta y ha decidido perseguir a la oposición mediante el aislamiento. No todo es negativo. Los empresarios han aumentado su peculio y la nación da la impresión de una cierta prosperidad; la esposa de Ortega – que, además de católica, tiene un puesto dirigente en una organización internacional de brujas – ha logrado que el aborto constituya casi una imposibilidad en Nicaragua y, desde luego, no existe una situación de guerra civil como hace unas décadas. Esas circunstancias han permitido a Ortega seguir reuniéndose con los denominados dirigentes del “socialismo del siglo XXI” – una mezcla de castrismo, populismo y fascismo mussoliniano – y, a la vez, dar imagen de sabiduría y moderación. ¿Le saldrá bien? Difícilmente, su impulso al empresariado, en realidad, es una manera de corromperlo a la sombra del poder como si fuera un Pujol cualquiera y su corazón totalitario le impulsa a actuar como hace unos días, aprovechando el asesinato de unos sandinistas para caer sobre la oposición como el halcón sobre la presa. Y es que Ortega no ha mejorado. Sólo es más astuto.