De entrada, debo decir que Colombia ha avanzado mucho en los más de veinte años que no la visitaba. Veinte años según el tango no será nada, pero se ve a la legua que ha sido mucho. Circular por el norte de Bogotá, por ejemplo, produce la sensación de estar pasando por calles que podrían estar situadas en el extrarradio de Madrid, Barcelona o Valladolid. No es la ciudad hispana – y con mucho encanto, todo hay que decirlo – que yo recordaba. A decir verdad, incluso es posible que uno se encuentre todavía más franquicias extranjeras de las que vería en España. Pero, aparte de los cambios de paisaje, Colombia ha experimentado cambios para bien. Uno de ellos es el crecimiento de las iglesias evangélicas que ahora agrupan entre el 12 y el 14 por ciento de la población. Para los que hemos conocido una Colombia en la que se apedreaba a pastores evangélicos o, en zonas rurales, se cerraba por fuera las iglesias para que no pudieran salir sus miembros, se las rociaba con gasolina y se procedía a prenderles fuego para carbonizar a los que estaban dentro – sí, el mismo método que utilizaron los nazis con los judíos y sus sinagogas en algunas de las poblaciones de la antigua URSS – el avance resulta espectacular. No sólo eso. Hace pocos años, Colombia vivió un nuevo y feliz proceso constituyente. Entre los artículos que tuvieron una influencia directa de los evangélicos estuvieron los que aceptaban por primera vez la libertad religiosa real – y no la tolerancia sujeta a peligros continuos – y la objeción de conciencia. Ambas circunstancias resultan especialmente emotivas para mi porque no sólo la libertad religiosa para todos ha sido una de mis batallas durante décadas sino que, por añadidura, la última vez que visité Colombia fue para asesorar a los escasos objetores de conciencia que había en el país. Aquel inicio – debo decir que casi insignificante – ha terminado teniendo una traducción constitucional. A mi no me debe nada, pero no puedo evitar sentir ese triunfo como algo propio. Al final, en algunas ocasiones, los buenos acaban ganando también en este mundo. No es cosa de un día, pero acaba sucediendo.
No todo, sin embargo, es positivo. La situación política en Colombia se ha deteriorado no poco a causa de la corrupción de los partidos – nota al pie: el único político del que he oído que no es corrupto y que además ha resultado enormemente eficiente en su trabajo es un evangélico – y si no se produce un fenómeno similar al sufrido por Venezuela, Ecuador o Bolivia seguramente es porque los colombianos son más sensatos que sus vecinos y porque no existe una figura antisistema dotada de carisma. Porque no se puede negar que el abstencionismo electoral es galopante y que el clientelismo para obtener votos en ocasiones hace que el PER parezca una muestra de honrada pulcritud. En ese desgaste ha tenido no poco peso Santos, el actual presidente. Teóricamente, como su antecesor Uribe, Santos es un hombre de la derecha, pero ha gobernado de manera inesperada. En dos semanas, dejó de acosar a la guerrilla – que estaba contra las cuerdas – para sentarse a negociar con ella y comenzó a dar entrada en su gobierno a la ideología de género. La educación, por ejemplo, está en manos de una ministra lesbiana, amante de otra “miembra” del gabinete y partidaria entusiasta de la ideología de género y la ampliación del aborto. Naturalmente, sobre su vida privada cada cual puede pensar lo que quiera yendo desde la identificación al rechazo, pero su vida pública la pagan los ciudadanos que no están precisamente entusiasmados con el adoctrinamiento que ha iniciado en las aulas como si fuera una Pajín cualquiera ni mucho menos con su impulso de la cultura de la muerte. No costará comprender que con una derecha así anden los colombianos todo menos entusiasmados. Claro que tampoco veo yo mucha alegría en España con el PP de Mariano Rajoy.
Por otro lado, las huellas de la herencia católica llevada por España resulta innegable. Los mismos colombianos reconocen que el hecho de considerar pecado venial la mentira o el hurto ha tenido un impacto trágico en su Historia. No obstante, como sucede con la picaresca española, se producen episodios que acaban provocan una sonrisa por su ingenio. Por ejemplo, los mormones han construido un templo en Bogotá que no tiene nada que envidiar a una catedral por sus dimensiones y su trazado. En la cima, colocaron la estatua de oro del ángel Moroni tocando la trompeta. Pues bien, alguien – nadie logra imaginarse cómo – llegó hasta Moroni y le robó las alas. Los mormones no se han atrevido a ponerle otras – cosa que comprendo – y no sé si andarán muy tranquilos ante la posibilidad de que otro día alguien arramble con la trompeta y parezca que el mormónico ser, en realidad, se está bebiendo un botellín de cerveza. Si esa chispa hispana se empleara en otras cosas, nos comeríamos el mundo, pero no es el caso porque determinados valores nunca los hemos asumido. A decir verdad, parece que el ingenio se emplea más en quedarse con lo ajeno que en contribuir a lo de todos.
Con todo - insisto en ello – hay no poco en Colombia que subiría la moral de millones de españoles. De eso y de la persona que hizo posible este viaje – mi entrañable amigo Héctor Pardo – hablaré, pero ya será en otra entrega.
CONTINUARÁ