–Últimamente, la Transición está constantemente en el punto de mira. Numerosos libros plantean revisar su legado, sea para bien o para mal. ¿Qué añade este «El traje del emperador» al análisis de una época tan reciente y tan controvertida?
–Creo que aporta bastantes elementos que se han pasado por alto de manera total o parcial. El primero es el examen de la Transición como final, bastante afortunado por cierto, de una historia constitucional de dos siglos que fracasó una y otra vez. El segundo es la recuperación de datos históricos que no se han tenido en cuenta generalmente en las historias de la Transición. Por citar dos ejemplos, el texto señala con documentos sacados a la luz sólo de manera reciente el papel injustamente olvidado del cardenal Tarancón o los choques decisivos entre el Rey y Suárez, que condenaron al político al ostracismo a pesar de que intentó seguir siendo el presidente del gobierno tras el 23-F. Éstos y otros aspectos permiten ver cuál era realmente el diseño de la Transición más allá de las historias oficiales. El tercero es el final de mitos que se han repetido hasta la saciedad: entre varios que señalo en el libro está el del desinteresado «haraquiri» de las Cortes franquistas. La realidad es que los procuradores ya estaban situados de cara al día siguiente salvo los franquistas fieles hasta el final como Blas Piñar, e incluso hubo quien se «suicidó» porque le pagaron un viaje al Caribe. Durante la Transición –reconozcámoslo– entre sus protagonistas abundó poco la ingenuidad y todavía menos la inocencia.
–¿Fue entonces la Transición una «artimaña» lampedusiana de la «casta» al margen de las ansias de libertad del pueblo?
–Aunque algunos van pregonando que la democracia vino gracias a la gente de cabellos grises y no al Rey o a Suárez, lo cierto es que la Transición fue un pacto de élites. En un intento de integrarse en el entorno político y económico, las élites de siglos tendieron la mano a futuras élites para crear un sistema en el que cupieran todas. Se garantizaba así un paso sin traumas hacia un régimen parlamentario del que se beneficiarían casi todos los españoles –aunque no en la misma medida– siquiera porque habría más libertad que con el franquismo y porque la entrada en las instituciones europeas se traduciría en una mayor prosperidad. No era poco, teniendo en cuenta nuestra historia. Ese pacto de élites quedó consagrado en la Constitución y fue refrendado por los ciudadanos españoles de manera marcadamente mayoritaria… Por cierto, ciudadanos que cantaban aquello de que la gente sólo quería «su pan, su hembra y la fiesta en paz».
–¿Es necesaria una segunda Transición como propugnan algunas fuerzas políticas, o incluso desmontar el andamiaje de lo que llaman una «gran mentira»?
–El régimen de la Transición no es perfecto, pero, si las diversas élites no hubieran caído en el pecado de la falta de autocontrol –el gasto público desaforado, la presión fiscal confiscatoria y la corrupción son algunas de sus manifestaciones más claras–, su funcionamiento podía haber resultado más que aceptable. Esa carencia de autocontrol es la que ha colocado al sistema al borde de su capacidad de resistencia. Sinceramente, creo que reformas como la desaparición de los conciertos vasco y navarro, la recuperación de competencias por parte del poder central, el techo de gasto público o la financiación de partidos, sindicatos y confesiones religiosas sólo por sus afiliados y fieles resultan ineludibles para que el régimen sobreviva sin traumas.
–¿Quiénes fueron los artífices de la Transición? ¿Es tan destacado el papel de Don Juan Carlos y de Suárez como se suele señalar?
–Sin duda lo fueron, pero hay personajes que tuvieron una enorme relevancia a los que se suele olvidar, como fue el caso extraordinariamente importante del cardenal Tarancón. Por añadidura, algunos protagonistas tenían encomendado un papel sujeto a plazo. Torcuato Fernández Miranda lo comprendió de manera dolorosa. Por su parte, Suárez se resistió a aceptarlo y eso le costó la carrera política.
–¿Cuándo empezó a estropearse el «invento» de la Transición?
–Como señalo en la tercera parte del libro, el modelo comenzó a tener serios problemas durante los dos últimos mandatos de Felipe González, en los que quedó de manifiesto que no se podían mantener ni el sistema clientelar socialista ni la versión del Estado autonómico que deseaba el nacionalismo catalán. Recuérdese que cuando tuvo lugar la llegada de Aznar al poder hubo que negociar un crédito para poder seguir pagando las pensiones. Aznar desgraciadamente no regeneró el sistema, pero sí le proporcionó un volumen tal de prosperidad que le otorgó una década más de existencia casi brillante. Los pactos de Rodríguez Zapatero y los nacionalismos catalán y vasco, sin excluir a la banda terrorista ETA, situaron de la manera más irresponsable al régimen en peligro de colapso, peligro que, lamentablemente, no ha sido erradicado.
–¿Cómo podemos recuperar la vía del consenso que propició la llegada de la democracia?
–Salvar el sistema implicaría una enorme dosis de inteligencia por parte de las élites actuales como sucedió ya a finales de los años sesenta, cuando Franco todavía estaba vivo. Significaría aceptar una considerable pérdida de privilegios y quizás la entrada de otras élites en el juego del poder. Por supuesto, habría sacrificios, pero teniendo en cuenta todos los que llevan sufriendo los ciudadanos desde 2007, no creo que sea irrazonable pedirlos. De hecho, ese nuevo pacto podría salvar el orden actual para generaciones.