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Miércoles, 13 de Noviembre de 2024

Estudio Bíblico (XXIX). Los libros históricos (IX): II Crónicas

Viernes, 6 de Marzo de 2015

El segundo libro de Crónicas – en el que se relata desde el reinado de Salomón al edicto de Ciro – aparece en las Biblias cristianas a mitad del Antiguo Testamento, pero es el último libro en la división de la Biblia judía. Por peculiar que pueda parecer semejante circunstancia tiene una enorme lógica.

El texto paralelo en Reyes nos había mostrado cómo tras el reinado de Salomón, el reino de Israel se había dividido en Israel y Judá; cómo los reyes de Israel – sin excepción – habían sido malvados entregados a conductas abominables como rendir culto a las imágenes; cómo en Judá, algunos reyes excepcionales – como Josías - habían emprendido una reforma basada en el regreso a las Escrituras y cómo, finalmente, la apostasía de la nación había derivado en la aniquilación, primero, del reino de Israel y después, del reino de Judá. Los libros de Crónicas – que aportan muchos datos no incluidos en Reyes – mantienen esa tónica de enseñarnos a ver la Historia no tanto a través de los ojos de los hombres sino de Dios, pero también concluyen el relato de manera doble: señalando el final del canon del Nuevo Testamento y la conclusión de la profecía que sólo se reanudará en vísperas de la llegada del mesías. Por eso, precisamente, II Crónicas termina con el anuncio del final del destierro (36: 22-23) – una nota de esperanza – en el período persa, un período que sería testigo de las últimas manifestaciones proféticas con Zacarías, Ageo y Malaquías.

Esta circunstancia tiene una enorme relevancia para factores como la conclusión del canon del Antiguo Testamento. Mientras que judíos y protestantes mantienen el mismo canon y sostienen que excluye los libros apócrifos, la iglesia católica incluyó en su canon peculiar una serie de libros apócrifos – no pocas veces de contenido disparatado – a los que decidió otorgar categoría de canónicos en contra del testimonio de los judíos, de Jesús y de sus primeros seguidores. El canon judío del Antiguo Testamento excluye los apócrifos y en II Crónicas subraya como, en el período de dominación persa, se inició el silencio de cuatrocientos años previos a la llegada del mesías. Por añadidura, el mismo Jesús, al trazar el listado de mártires judíos, se ciñe al mismo canon y no incluye, por ejemplo, a los citados en los libros apócrifos de Macabeos. En Mateo 23: 35, Jesús, de manera innegable, se ciñe a los mártires descritos en el canon judío – que no católico – del Antiguo Testamento: de Abel a Zacarías hijo de Berequías, es decir, de Génesis a II Crónicas (24: 20-21). Por supuesto, hay millones de personas que creen que el canon católico es el adecuado, pero en contra suya tienen no sólo el testimonio del pueblo de Israel sino también el de Jesús, los apóstoles y los primeros cristianos.

II Crónicas no limita su importancia a tan relevante circunstancia. Por el contrario, muestra que toda crisis es remontable – incluidas y especialmente las espirituales – para aquellos que se vuelven a Dios con la sincera intención de andar en sus caminos y de evitar conductas que le repugnan como son, por ejemplo, el culto a las imágenes, la injusticia o la mentira. La gran desgracia de los pueblos consiste en colocar por delante de la enseñanza de la Palabra de Dios, la de sus tradiciones, su visión mercantilizada de la religión – te doy, Dios, para que Tu me des – y su autocomplacencia espiritual y material. Cuando se llega a ese punto, de manera irremediable, sobreviene la catástrofe, una catástrofe que ha sido siempre anunciada en minoría por los profetas y que sólo puede ser remontada mediante la conversión. No otro es el mensaje pronunciado por un Salomón que todavía era sabio (II Crónicas 6: 36-39).

Lecturas recomendadas:

La petición de Salomón (1: 1-13); la inauguración del templo (c. 6); la división del reino (c. 10); la reforma de Asa (c. 15); la invasión de Senaquerib (c. 32); la maldad de Manasés (c. 33); la reforma de Josías (c. 34-35); exilio y restauración de Judá (c. 36).

 

EL EVANGELIO DE MARCOS

El Reino vs. la religión (II): 2: 13-17

Para millones de personas, la salvación está relacionada con pertenecer a la religión correcta. Exactamente igual que la pertenencia a un determinado club garantiza poder jugar al golf en sus campos, el formar parte de esa religión sería la garantía esencial para ir al cielo – o no reencarnar más o llegar al paraíso de las huríes… - garantía que, por supuesto, otras religiones rivales no tienen. Aceptada esa premisa, el siguiente paso es crear una casta religiosa – generalmente sacerdotal – que se decide a monopolizar el criterio del prójimo diciéndole lo que debe hacer para seguir en buenas relaciones con el grupo y no malograr sus posibilidades de salvación. Para muchos, esa visión es la única conocida y no sorprende que la acepten a pies juntillas. Debe decirse, sin embargo, que no tiene nada que ver con el mensaje anunciado por Jesús como Buena noticia. De hecho, éste es Buena noticia porque, entre otras cosas, libera de semejante visión sustituyéndola por el Reino.

El episodio recogido por Marcos relacionado con Leví resulta altamente revelador. Jesús no ofreció a Mateo Leví la entrada en una religión que, gracias a un sacerdocio organizado y una tabla concreta de ritos y sacramentos, le otorgaría una futura salvación. Por el contrario, lo llamó a una relación personal con él que, ya aquí y ahora, permitía entrar en el Reino. Mateo Leví no arriesgaba poco aceptando ese ofrecimiento, entre otras razones porque sabía que esa conversión se traduciría en abandonar su odioso cometido de recaudador de impuestos. Con todo, dio el paso y lo hizo con alegría. A decir verdad, convocó a sus amigos a una fiesta para celebrar su decisión y, lógicamente, por el evento aparecieron todo tipo de indeseables o lo que Marcos, un tanto púdicamente, llama “recaudadores de impuestos y pecadores”.

Aclarémonos. Los recaudadores de impuestos era gente mal vista no sólo porque estuvieran al servicio del poder romano – que no era poco – sino además porque no tenían la menor consideración a la hora de exprimir a los posibles contribuyentes. En ocasiones, se llevaban un porcentaje de lo cobrado con lo cual la realidad objetiva les importaba poco incluido el futuro del pagador. Ellos sangraban a sus conciudadanos y tarea de éstos era sobrevivir – si podían – después del pago. Por supuesto, los recaudadores de impuestos podían intentar disfrazar su misión alegando que el imperio construía calzadas y mantenía el orden, pero todos sabían que eran meros engranajes de un sistema de explotación que pagaban los que no podían defenderse.

Por lo que se refiere a los pecadores, era gente aparte de las normas religiosas. Incluían, por supuesto, a las mujeres que vendían su cuerpo por dinero, pero también a los que estaban dispuestos a comprárselo y a otros cuyo relativismo moral era más o menos conocido. Como puede imaginarse, salvo casos de hipocresía flagrante, esta gente era rechazada por la religión – salvo que estuvieran dispuestos a contribuir monetariamente a alguna causa piadosa – y ellos solían también rechazarla como un freno innecesario y antipático. Sin embargo, Mateo Leví había descubierto algo muy diferente. Jesús era la prueba palpable de que Dios se acercaba a cualquiera que estuviera dispuesto a reconocer su condición de pecador incapaz de salvarse por sus obras y méritos. Ese encuentro personal con Jesús había cambiado su vida y, entusiasmado, había invitado a sus amigos para celebrarlo. A la vez había invitado a Jesús – muy posiblemente con la intención de que sus amigos pudieran escucharlo – y éste había aceptado de buena gana reunirse con aquella gente para anunciarles la Buena nueva del Reino de Dios. Y eso… eso era intolerable para los profesionales de la religión.

 

Aquel Jesús, pensaban los religiosos de pro, no sólo es que pretendía que el perdón de los pecados no pasaba por ellos sino que además se codeaba con gente que, por definición, no formaba parte de su club, única iglesia verdadera fuera de la cual no había salvación. Como suele ser habitual en esa gente pagada de si misma hasta la médula, prefirieron la maniobra por la espalda de descrédito a la confrontación directa. No preguntaron a Jesús – aunque en algún momento lo acabarían haciendo – sino que se dirigieron a sus discípulos aparentemente escandalizados porque su maestro comía con aquella chusma. En otras palabras: ¿estaban seguros de la decisión que habían adoptado siguiéndolo cuando se permitía tratar a aquella gente que no se sometía a las normas religiosas – es de suponer que hoy, en una sociedad como la española, ni se confesarían ni irían a misa ni comulgarían por Pascua florida - y, por lo tanto, estaba excluida de salvación? ¿Creían de verdad que aquel hombre estaba enseñando lo correcto? Aún más: ¿cómo podían dar por buenas las palabras de alguien que cuestionaba de manera tan frontal el tinglado religioso que ellos representaban?

La respuesta de Jesús difícilmente pudo ser más clara. No pretendió que la conducta de “los recaudadores de impuestos y los pecadores” era correcta o, al menos, indiferente. A decir verdad, saltaba a la vista que toda aquella gente estaba enferma espiritualmente. Pero precisamente para los que reconocían que estaban enfermos existía alguna esperanza. En su enfermedad, podían buscar cura o, al menos, escuchar a alguien que se la ofreciera fuera de los márgenes de la religión. Ésa era la misión de Jesús: llamarlos a la conversión y a entrar en el Reino, el único lugar donde sus espíritus podrían recibir la sanidad que necesitaban. Así era porque no se apoyarían en creaciones humanas no por religiosas menos falsas sino en una relación directa y personal con Dios. Sin embargo, por lo que se refería a aquellos religiosos… su situación difícilmente podía ser más desdichada. Estaban convencidos de que fuera de su “iglesia” no había salvación, creían poseer la metodología correcta para ir al cielo, se permitían despreciar a los demás convencidos de que sabían… ¡Qué desastre espiritual! Desde muchos puntos de vista, su enfermedad espiritual era peor que la de los “pecadores” porque, convencidos de que su pertenencia a un club religioso – el único bueno, claro está – los salvaba, se cerraban al único camino de salvación que no es nunca la religión sino Jesús. Mateo Leví, el antiguo recaudador de impuestos, lo había comprendido. Ellos, por desgracia, no.

CONTINUARÁ:

El Reino vs. la religión (III): Marcos 2: 18-22

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