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Domingo, 24 de Noviembre de 2024

Euroescépticos: entre utópicos y totalitarios

Martes, 28 de Julio de 2015
Históricamente, España ha sido una nación con especial vocación europeísta desde la creación del denominado entonces Mercado Común Europeo. Las razones eran, fundamentalmente, dos.

En primer lugar, se ansiaba recuperar un lugar en la política continental que se había perdido deplorablemente a inicios del siglo XIX durante el Congreso de Viena y que se convirtió en especialmente quimérico durante algunos períodos de la dictadura de Franco. En segundo, se identificaba la entrada en el Mercado Común Europeo como una vía segura de solución a problemas más que añosos como el pleno desarrollo económico o una prosperidad de sus habitantes equiparable a la de las naciones europeas más avanzadas. No sorprende, pues, que la denominada “integración en Europa” se convirtiera desde la Transición en una meta compartida por la práctica totalidad del espectro político y por la inmensa mayoría de la población. A decir verdad, sólo algunas figuras residuales del franquismo repudiaron la entrada en la UE. De manera bien significativa, ese entusiasmo español ha ido decayendo en paralelo a la prolongación de la crisis económica que se inició casi un año antes que en el resto del mundo, en 2007 durante el mandato de ZP. La UE de la que, con seguridad, se había esperado en exceso comenzó a caer en la estimación de los españoles. Hace poco más de un año y en vísperas de las elecciones europeas, un análisis del Centro Pew dejaba de manifiesto que el 70 por ciento de los ciudadanos españoles que apoyaban la UE había pasado a apenas un 50, es decir, se encontraba dos puntos por debajo del Reino Unido, la nación euroescéptica por excelencia. El caso español no resultaba, sin embargo, excepcional. A decir verdad, con distintos matices, el euroescepticismo se ha ido extendiendo por el territorio de la Unión Europea en el curso de este siglo. Que la constitución europea fuera cuestionada por naciones como Holanda o Francia en 2005 o que Irlanda rechazara el Tratado de Lisboa de 2008 son sólo algunos ejemplos de esa conducta. Con todo, en paralelo a la crisis, ese euroescepticismo ha dejado de ser un fenómeno mínimo para extenderse de la mano, generalmente, de populismos escorados a la izquierda y a la derecha. No sólo eso. Un fenómeno como el reciente referéndum griego ha sido aplaudido por los euroescépticos como si se tratara no sólo de una legitimación de sus posturas sino además un primer paso hacia su triunfo. Las razones del fenómeno euroescéptico son diversas aunque, en términos generales, su denominador común es la insatisfacción derivada de la Historia vivida por Europa en los últimos años. En algunos casos, la propuesta de una salida de la UE se encuentra relacionada con una visión totalitaria. Es el caso en España del entorno político de ETA, de las CUP del nacionalismo catalán, de grupúsculos de extrema derecha confesional o de Falange. Ninguna de las utopías preconizadas por estos colectivos podría llevarse a cabo en el seno de la actual UE y, por lo tanto, resulta comprensible su deseo de abandonarla. En ese mismo sector político de euroescepticismo radical, si bien desprovisto de su tinte totalitario, se halla el Partido de la Independencia del Reino Unido cuya figura más relevante sigue siendo Nigel Farage. Su énfasis no es totalitario e incluso en no pocos aspectos presenta enfoques liberales. No obstante, esa visión se ve imbricada en un nacionalismo no sólo selectivo sino abiertamente excluyente. Así, Farage ha señalado en repetidas ocasiones que constituyó un grave error permitir que España entrara en el euro; se ha manifestado despectivamente hacia los rumanos; defiende que Grecia tendría que abandonar, de una u otra manera, su lugar en Europa y ha insistido en que prefiere relaciones preferenciales con Australia o la India antes que con las poco fiables naciones del sur de Europa. Si Farage defiende el abandono de la UE no es tanto porque la idea sea mala sino porque considera que en su interior hay demasiados indeseables que la echan a perder en perjuicio directo del Reino Unido. Un euroescepticismo en apariencia algo menos radical se encuentra situado a la izquierda y a la derecha del arco político defendiendo, en primera instancia, la permanencia en la UE, pero bajo diferentes condiciones. Con distintos matices, ahí se sitúan lo mismo un sector del partido conservador europeo, como también partidos de izquierdas (IU, Podemos, Syriza…) o de extrema derecha como el Frente nacional francés. Su resistencia va dirigida contra una variedad de circunstancias entre las que se encuentran una integración europea superior a la actual - con lo que ese paso implicaría de mayor pérdida de soberanía – la yuxtaposición de objetivos de la NATO y la UE en términos geo-estratégicos; el deseo de mantener privilegios nacionales como pueden ser las subvenciones a la agricultura francesa o el cheque británico y el deseo de una nueva ordenación económica que impida, por ejemplo, arbitrar recortes en ciertos sectores del gasto público y, en su lugar, asegure su financiación plena. Esa notable diversidad de razones explica que entre los euroescépticos abunden los admiradores de un Putin nacionalista nada inclinado a aceptar las presiones de Estados Unidos e impulsor de un proyecto económico propio o que puedan darse cita partidos como un nacionalista Frente Nacional, un colectivo de extrema izquierda como Podemos o el nacionalismo vasco más radical unidos más por el rechazo que por una posición y unos objetivos comunes. En el caso francés, se trata de arbitrar una política que no sólo preserve privilegios económicos imposibles de justificar sino que además siga arrojando leña a la hoguera de la “grandeur”, una “grandeur” que pretende que Francia, por decirlo de manera simbólica, siga viajando en primera clase cuando sólo es capaz de pagar un billete de tercera y que, sobre todo, intenta impedir que aparezca como una nación a la zaga de Alemania, su gran rival histórico. Su objetivo, por popular que resulte en amplios sectores de la sociedad gala, no es más realista que el del Partido de la independencia del Reino Unido que pretende una nueva ordenación económica mundial que, a decir verdad, se presenta como absolutamente irrealizable aunque evoque la añoranza de ansiados aromas del fenecido imperio. Para Falange y ciertos grupos de carácter confesionalmente fundamentalista y sin representación en el parlamento europeo, la UE es vista con acritud dado su carácter defensor de las libertades políticas que, por definición, impiden que un proyecto totalitario de carácter fascista o fanáticamente religioso tenga el menor futuro. Finalmente, grupos como Syriza o Podemos persiguen una reordenación del sistema europeo que consideran imposible si no obedece al impulso coordinado de varias naciones del sur de Europa. La ansiada reordenación incluiría indispensablemente la reforma del Banco Central Europeo de manera que absorbiera las deudas nada reducidas de los países sureños y descargara sobre las naciones nórdicas y, muy en especial, Alemania, un gasto público que desde hace años parece desbocado. En otras palabras, el objetivo incluiría obligar a las naciones más disciplinadas a soportar las cargas originadas en las tradicionalmente denominadas PIIGS, es decir, las siglas de Portugal, Italia, Irlanda, Grecia y España. Tanto en Syriza como en Podemos no se descarta una salida del euro si fuera indispensable para llevar a cabo su proyecto socio-económico. A decir verdad, semejante medida devolvería, por ejemplo, a los distintos gobiernos el control sobre su moneda. Que el proceso de integración europea no ha concluido y que sus términos son susceptibles de mejora no admite discusión. Sin embargo, en su conjunto y a pesar de sus variantes, el euroescepticismo constituye uno de los grandes obstáculos para la mejora de la UE y sus instituciones ya que no procede de una visión de conjunto que se encamina hacia el beneficio global sino de una suma dispar y heterogénea de proyectos no pocas veces contradictorios y, por regla general, difíciles de defender por su carácter utópico y populista. No sólo eso. Salvo en el caso del Partido de la Independencia del Reino Unido, las propuestas euroescépticas implican un innegable aumento del gasto público. En todos los casos, ese incremento sería dañino para emerger de la crisis al exigir un aumento de los impuestos y un mayor estrangulamiento de la economía. En no pocos, además resultaría imposible por las dimensiones anunciadas y sólo podría acometerse sobre la base de aumentar la carga de las naciones más saneadas de la Unión Europea. A pesar de esa circunstancia y de hallarse unidos sólo por el hecho de que no están de acuerdo con la situación actual, los diversos grupos euroescépticos cuentan con una capacidad notable de atracción para millones de europeos frustrados ante el incumplimiento de unas ilusiones que no siempre fueron realistas y sensatas. Esa capacidad de apelación al malestar constituye el gran peligro del euroescepticismo. Y es que en un mundo globalizado donde, a un lado, se encuentran los Estados Unidos y al otro, los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica) salir de la UE o simplemente debilitarla se traduce en ubicarse en un terreno caracterizado por la gelidez social y económica.

 

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