Era inteligente, aguda, recia. No mucho antes de morir, advirtió a los hombres de que no debían escuchar a las feministas porque, literalmente, los estaban “amariconando”. Y es que Nati era así, capaz de contarle las verdades del barquero al lucero del alba sin que le importara un pimiento lo que pudieran pensar los demás. Yo la admiraba con devoción desde que, siendo niño, la escuché recitar como nadie el Si de Kipling. Bordaba con su dicción insuperable aquellos versos y cuando te había puesto un nudo en la garganta con el “serás hombre, hijo mío” arrancaba a cantar El sueño imposible y te arrastraba a un universo sublime de grandeza que muy pocos intérpretes consiguen abrir. Se cuenta que Fraga le dijo una vez que era capaz de teñir de erotismo hasta el Cara al sol. No me sorprendería porque con más de ochenta años tenía un temple y un tronío, el de la mujer de bandera, que ahora no es posible encontrar ni buscando con un guía indio y un plano. Y es que Nati era grande y en el curso de una conversación lo mismo te entonaba un pasodoble que te cincelaba una poesía como si naciera de sus entrañas y de sus labios. Al final de aquella entrevista que nunca podré olvidar me atreví a preguntarle en qué andaba y me contestó con el mismo salero que si soltara una copla que estaba esperando a la Muerte porque ya había hecho de todo. La Parca ha tardado unos años, gracias a Dios, en venir a visitarla. Me temo que, como con tantos grandes engendrados y nacidos en la piel de toro, no abundarán ni los recuerdos más que merecidos ni los homenajes más que justificados. A mi, sin embargo, me parece que la estoy viendo y que sus ojos negros siguen siendo brillantes y poderosos como siempre. Gracias por todo lo que nos diste, Nati, tu que eras grande de verdad. Descansa para siempre en paz.