De repente, sentí vergüenza por no haber denunciado más que los nacionalistas catalanes prefirieran abrir las puertas a los inmigrantes musulmanes antes que a los hispanoamericanos ya que estos últimos estaban contaminados por el pecado de hablar español. Sentí vergüenza por no haber difundido más el informe del departamento de estado norteamericano al que solo yo me referí en los medios españoles y que señalaba que Cataluña se había convertido en la cantera de reclutamiento de terroristas islámicos en el Mediterráneo y constituía un peligro internacional. Sentí vergüenza por no haber protestado más cuando la izquierda podemita alzó la bandera del Welcome refugees y animó a que “la resistencia árabe” se extendiera por Europa. Sentí vergüenza por no haberme enfurecido más cuando la Comunidad de Madrid ha seguido otorgando las ayudas económicas por alquiler de manera mayoritaria a musulmanes foráneos en lugar de a ciudadanos españoles. Sentí vergüenza por no haber insistido más a la hora de denunciar que Montoro practica una miserable política de latrocinio público que empobrece a los españoles para, entre otras finalidades, dar de comer a los terroristas que acaban con sus vidas aunque es dudoso que nunca amenacen la del ministro de Hacienda y la de su pasivo e indigno jefe. Sentí vergüenza por no haber gritado más a los cuatro vientos que resulta una conducta intolerable que se siga subvencionando con el dinero que se arranca a los contribuyentes a las familias de la gente venida del norte de África mientras los ciudadanos españoles siguen soportando casi un veinte por ciento de desempleo. Sentí vergüenza por no haber denunciado con más energía un descontrol migratorio en la Unión Europea que amenaza con aniquilar Europa en el plazo de una generación. Sentí vergüenza por no haber apoyado con mayor energía a dirigentes como Putin u Orban que aman de corazón a sus respectivas naciones y que no están dispuestos bajo ningún concepto a permitir que perezcan, como ya anunció Qadafi, anegadas por los vientres de las musulmanas. Sentí vergüenza por no haber denunciado todavía más a esas ONGs que viven de los más diversos gobiernos y que recogen a los que invaden nuestras tierras en las mismas aguas de África. Sentí vergüenza por no haber descrito más veces la red de intereses clientelares pagada con el dinero de todos que se dedica a difundir esa palabra-mordaza-sambenito que es islamofobia porque hay que sentir fobia, según ellas, a todo lo que odian, pero no se puede experimentar hacia los fenómenos que nos darán la puntilla como civilización. Sentí vergüenza por no haber apuntado más al silencio de los medios antes tantos y tantos hechos porque no es políticamente correcto decir la verdad revelando que un terrorista islámico es un asesino y no un loco y que, a fin de cuentas, esos medios están más atentos a conservar la publicidad y buena parte de los que trabajan en ellos a mantener el puesto de trabajo como sea. Y - ¿cómo no? – sentí vergüenza de no haber vapuleado más a los políticos que afirman que no tienen miedo porque, para qué nos vamos a engañar, con sus rentas aseguradas por el expolio fiscal de las clases medias, con sus guardaespaldas y sus saqueos del presupuestos jamás podrán sentir el miedo que atenaza a los ciudadanos de no poder pagar su vivienda, de no poder llegar a fin de mes, de no poder cuidar de sus hijos o de no poder sencillamente pasear por la calle porque los terroristas musulmanes acechan en cualquier rincón. Sentí vergüenza de todo eso y de muchas más cosas, pero me prometí no volver a sentirla jamás.