La verdad es que Homeland es algo totalmente distinto a Hatufim de la que sólo toma un par de aspectos como son el regreso de un prisionero de guerra a su patria – en lugar de tres – y un juego con los dedos que tenía bastante relevancia en Hatufim, pero al que aquí dejaron de hacer referencia enseguida. La verdad es que Homeland es muy superior en todos los sentidos a su modelo original, pero también deja un sabor de boca extraordinariamente amargo. El ritmo de los episodios es muy superior a Hatufim – algo lógico en un país que prácticamente inventó las series de televisión – pero también su entidad. Si la primera temporada de Homeland se acerca a la obra maestra, la segunda es todavía mejor y me atrevería a decir que lo mismo sucede con la tercera. Cuestión aparte es el mundo que retrata. Voy a pasar por alto la referencia, por ejemplo, al programa de armamento nuclear de Irán al que se hace referencia en la temporada tercera porque la CIA ya informó – aunque pocos parecen haberse enterado – de que Irán no cuenta con ese programa ¡¡¡desde 2003!!! y porque yo mismo dejé de creer en él tras ver cómo, desde hace casi una década, me decían que al año siguiente Irán tendría bombas atómicas lo que, a todas luces, no es cierto. Me referiré luego a los protagonistas, pero quede dicho que los secundarios de Homeland – desde el Mandy Patinkin que encarna a Saul, un veterano de la CIA que conserva algún resquicio de ética al personaje de Lockhart, director final de la CIA y uno de los seres más odiosos que he contemplado en la pantalla, aunque muchos no compartirán mi juicio – son verdaderamente extraordinarios.
Pero volvamos a otras cuestiones. Se mire como se mire, la serie afirma que la CIA – que, legalmente, no puede actuar dentro de los Estados Unidos – no sólo se mueve por el territorio nacional como Pedro por su casa sino que además detiene, confina en hospitales psiquiátricos, tortura y asesina incluso a ciudadanos americanos sin ningún tipo de freno legal. A decir verdad, lo que parece innegable es que puede detener las acciones de la policía, del FBI e incluso de la justicia apelando a la seguridad nacional y – me temo – a la malhadada Patriot Act. Ignoro si lo relatado es cierto, pero si lo es, Estados Unidos va camino de convertirse en un estado controlado por los servicios secretos. No más tranquilizador es la manera en que la CIA actúa como señora de la vida y de la muerte decidiendo a quién se mata y a quien se deja vivir sobre la base, única y exclusiva, del éxito de una operación. Y, para colmo, ni siquiera eso garantiza la seguridad no de Estados Unidos sino de la propia CIA que ni puede evitar los atentados terroristas ni que el propio Mossad la espíe, lo que, dicho sea de paso, es cierto. El mayor daño sufrido por Estados Unidos en términos de espionaje se lo ocasionó Pollard, un espía al servicio de Israel, cuya libertad, a pesar de las súplicas de los gobiernos de Israel, denegaron desde Reagan a George W. Bush todos los presidentes.
Con ese trasfondo, los personajes protagonistas – el regresado sargento Brody y la agente Carrie Mathison – resultan atractivos y, a la vez, profundamente desasosegantes. Ambos tienen virtudes y cualidades que la mayoría no tienen; ambos padecen de desequilibrios dolorosos; ambos no tienen la menor posibilidad de encontrar compasión y ambos, a fin de cuentas, aparecen como una clara parábola de que en este mundo, el mundo regido por los servicios secretos, no existe posibilidad alguna para el amor. Para un coito rápido e incluso satisfactorio, puede, pero para el amor real, no. Evito dar detalles de la serie porque no quiero destripársela a nadie. Sí puedo decir que no estoy muy interesado en ver la cuarta temporada y que creo que con la tercera, el relato ha quedado más que concluso. Concluía además de una manera que me causó un hondo pesar, como si lo que viera fuera real y no un producto de la imaginación de los guionistas. Seguramente, la sensación es una combinación de mi ingenuidad infantil con la maestría de los que han creado la serie. Pero, detalles personales aparte, si la décima parte de lo que cuenta o sugiere Homeland es real, que Dios nos ampare porque la democracia tiene los días contados y nos deslizamos paso a paso hacia el reinado del Mal, apenas disfrazado de bien. Pero sobre todo, que se compadezca de nosotros, porque en ese mundo el amor no tiene cabida.