Así, la pena por homicidio no era igual para un noble, un funcionario o un campesino. Esa visión se mantuvo a lo largo de la Edad Media – la legislación foral española fue una continuada suma de desigualdades jurídicas – y únicamente quebró gracias a la Reforma protestante del siglo XVI. En el siglo XVII, los puritanos ingleses acabaron con el despotismo regio, impusieron el sistema parlamentario tras dos revoluciones, impulsaron el liberalismo de Locke y, sobre todo, sentaron las bases del primer sistema democrático de la Historia contemporánea, el de la constitución de los Estados Unidos de América. En el resto de Europa, hubo que esperar más de una década a que los revolucionarios franceses avanzaran en la misma dirección. Lo hicieron mucho peor que los anglosajones y con idas y venidas, pero, llegado el siglo XX, sólo dictaduras como la comunista o la nazi negaban la igualdad ante la ley y ante las penas. Lenin y Stalin podían pretender que los “enemigos del pueblo” eran culpables porque sí e igualmente Hitler impuso que un judío no fuera igual ante las leyes – especialmente las penales – que un ario. Tras la caída del muro de Berlín, se habría dicho que el principio de igualdad ante la ley era indiscutible, pero la ideología de género tiene como uno de sus objetivos principales el acabar con él. Partiendo de una demagogia falaz sobre los privilegios de los hombres – sí, esa parte de la población que iba a morir a la guerra mientras las mujeres se quedaban en casa – ha impuesto en algunas naciones la presunción de culpabilidad de los varones, un mayor castigo penal contra ellos por el mismo delito y la convicción de que cualquier delito que cometan contra una mujer es por razón de género. Este retroceso en la Historia del derecho que nos lleva a varios milenios antes de Cristo o al GULAG y a Auchswitz acaba de ser confirmado por una reciente sentencia del Tribunal supremo, pero de eso ya hablaré otro día.