Viernes, 19 de Abril de 2024

JL y su bestia

Martes, 25 de Febrero de 2014

​Lo conocí cuando era tan sólo un niño. La madre se había quedado embarazada siendo soltera y se casó con el novio de penalti. Se fueron a vivir a casa de la madre de él – que, seguramente, era una buena persona, pero miraba a la joven como causa de la desgracia de su único hijo – y en las discusiones que fueron surgiendo no sólo abundaron las explosiones de ira sino que ella se llevó más de un golpe. Y en ese ambiente, nació JL.

Cuando yo lo vi por primera vez, iba sucio, con la ropa llena de lamparones y los bajos del pantalón embarrados. Con seguridad, sufría ya ser un hijo no querido. Su madre – se veía a la legua - lo odiaba porque JL simbolizaba la pérdida de una vida mejor que la que ahora padecía. Era cierto, pero no había sido el pobre JL el que se había acostado con el novio sin precaución alguna. Tampoco era JL el que mantenía el mísero piso en condiciones de verdadera cochiquera cuya fetidez trasminaba hasta dos pisos más abajo. Durante los años siguientes, JL, aparte de en su casa, no encajó en ningún sitio. De un colegio lo sacaron los padres porque robaba para gastarse el dinero en revistas y golosinas que repartía entre los que deseaba tener por amigos. En aquella ocasión, JL estuvo más que cerca de que su padre le arrancara la cabeza de un puñetazo. Se salvó – aunque ignoro si llegó a saberlo – porque yo estaba presente. A la salida del colegio, conteniendo a duras penas las lágrimas por lo que había presenciado, hice algún chiste y el chico comenzó a reírse de manera casi compulsiva. Simplemente, necesitaba hacerlo de la misma manera que otros precisan beber un vaso de agua porque están perdidos en el desierto. Aquel día, yo regresé a mi casa diciéndome que JL, con aquellos padres, estaba cargado con papeletas más que suficientes para ser un desgraciado. Desde luego, continuaron sumándose los aullidos maternos – verdaderamente terroríficos cuando los escuchaba al otro lado del hilo telefónico - y los bofetones de un padre desempleado porque no era precisamente laborioso. Un día, falleció su abuela paterna – personaje peculiar en el que no me voy a entretener ahora - y el padre de JL decidió retirarse al campo convencido de que la magra herencia bastaría para no volver a trabajar ya que el estado se ocuparía de sus hijos. El estado, ciertamente, les dio educación gratis e incluso las comidas porque, a la hora de repartir el dinero que, previamente, nos ha sacado a los ciudadanos que creamos riqueza, no hace excepciones con los vástagos de los holgazanes. Sin embargo, la herencia, reducida, se acabó y la situación se convirtió en insostenible. La madre, ya alcoholizada, bebía no menos de una botella diaria de pacharán y exigía a gritos que JL se fuera de casa quizá para quitarse de delante de los ojos al que consideraba causa de todos sus males. ¡Como si su marido y ella no hubieran tenido parte en engendrarlo! Para colmo, en el lugar al que habían decidido irse a vivir los miraban con malos ojos y – me temo – deseaban que se fueran de una vez. El padre decidió entonces enviarlo a vivir unas semanas con un párroco amigo. El sacerdote debía ser buena persona y lo tuvo alojado en la parroquia unos días. Entonces, el clérigo decidió tomarse unos días de vacaciones para ir a visitar a la familia. Fue un grave error porque JL aprovechó para llamar al teléfono erótico y, acto seguido, desaparecer del lugar. Cuando llegó la cuenta, las palabras que salieron de la boca del párroco eran irreproducibles aunque plenamente comprensibles. A esas alturas, JL ya había comenzado a consumir droga. Instando por su mujer, el padre de JL decidió echarlo de casa y me suplicó que le diera algún dinero para sobrevivir unos días en Madrid. Lo invité a comer en un restaurante cercano a mi casa. Tendría en torno a los veinte años, pero era un verdadero despojo, resto enfermo del niño desdichado que yo había conocido. En algún momento, me pregunté si su mirada huidiza que saltaba para uno y otro lado no sería resto de los deseos de escapar de las manazas de un padre que lo golpeaba o de una madre que le gritaba. Le ofrecí alguna posibilidad de trabajo, pero la rechazó. Temo que la educación que recibía en casa no había incluido la enseñanza de que cualquier trabajo honrado es mejor que vivir de los demás. Comió con verdadero hambre, tomó el dinero y salió a la calle. Recuerdo que cuando me recogió mi escolta me preguntó: “Don César, ¿no le habrá dado dinero a ése? Porque no llega a la esquina sin gastárselo en droga”. Silencié quién era y, sobre todo, quién era el padre relativamente conocido en ciertos ámbitos confesionales de acentuado fanatismo y me metí en silencio en el coche. Hace poco uno de los seguidores confesos de JL entró en la zona privada de Facebok tan sólo para insultarme groseramente y amenazarme de manera violenta. He sabido que JL ha sido procesado por agredir a un inmigrante en compañía de otros jóvenes como él. Seguramente, a estas alturas de la historia, a todo lo anterior, suma el haberse convertido en eso que vulgarmente se denomina un fascista. Yo creo más bien que es tan sólo un desecho social de los que acaban en el sumidero de la kale borroka, del 15-M, de los skin heads o de los que a golpes quieren independizar Cataluña creyendo que todo será mejor si encuentran la manera de dar rienda suelta al resentimiento. La suerte será diferente para unos u otros. Algunos pisarán moqueta y acabarán de profesores universitarios, de concejales e incluso de diputados; otros morirán en el arroyo porque el movimiento al que se sumaron no dio para más o ellos no supieron captarlo. En casi todos, la bestia, inmunda y repugnante, que llevan dentro y que les hace dogmatizar, escupir sobre los demás y agredir siempre que tienen ocasión, se incubó en un hogar que debía haberles brindado amor y formación adecuada y no lo hizo. JL es sólo un caso más.

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