El resultado sería un libro de lectura obligatoria titulado La confesión del contador donde se recoge la historia de Manzanares. El testimonio de quien llevó la contabilidad de los saqueos de los Kirshner resulta, ciertamente, de extraordinario valor. Quizá lo más importante sean algunas de las lecciones que se extraen de su lectura. Primera, el objetivo principal del latrocinio tiene que ser el presupuesto público. De ahí se puede robar impunemente y además las cantidades aumentarán indefinidamente mediante las subidas de impuestos, las acciones de la Agencia tributaria y el endeudamiento nacional. El dinero, a fin de cuentas, lo ponen los ciudadanos. Segunda, se pueden robar miles de millones, pero hay que dar. Los empresarios, los jefes de ONGs, los sindicatos, los gays, las feministas, los parias de la tierra tienen que recibir su parte del despojo para movilizarse cuando se les dice y para otorgar una apariencia de justificación al saqueo. Tercera, es esencial contar con jueces amigos. Los magistrados creativos en su interpretación de la ley se merecen lo que se les dé. Cuarta, a partir de cierto nivel de expolio, hay que sacar el dinero del país y conviene obtener asesoramiento para ver cómo se invierte lo extraído de los presupuestos públicos. Quinta, siempre hay periodistas amigos. Esa publicidad, ese apretón de manos, esa concesión a tiempo y la industria del saqueo irá sobre ruedas. Cuando estas lecciones se tienen en cuenta el beneficio está más que asegurado y la impunidad es punto menos que inatacable. No hay más que ver a Cristina Fernández de Kirshner encausada y vicepresidenta de Argentina y con menos posibilidades de acabar en prisión que si se llamara Pujol. ¡Ay, qué ingenuos son los que piensan que hay que asaltar trenes, bancos o gasolineras! El atraco verdaderamente extraordinario se practica desde el Boletín Oficial del Estado; tiene como instrumentos indispensables los impuestos, la deuda y la Agencia tributaria y como víctimas indispensables a las sufridas clases medias. Todo esto y más lo deja de manifiesto el libro de Macchiavelli, pero, por supuesto, semejante situación sólo puede tener lugar en Argentina.