Su primera finalidad – casi podría decirse que la única indispensable e irrenunciable – es el mantenimiento del orden y de la justicia castigando al malo. Habrá quien piense que el estado debe ocuparse de mantener a organizaciones feministas, impulsar la ideología de género o castigar a los que no rotulan en lenguas regionales. Craso error. El estado y su monopolio de la fuerza al mismo se justifican única y exclusivamente si mantiene la seguridad en el interior y en las fronteras y castiga con rotundidad a los que quebranten esa paz. El cumplimiento de esa finalidad convierte a la autoridad, en cierto sentido, en un siervo de Dios en medio de un mundo que nada caracterizado por tender al bien. De hecho, ese cumplimiento es lo único que justifica el pago de impuestos. A decir verdad, cualquier otra actividad del estado – desde las pensiones a la sanidad pasando por la enseñanza o la construcción de carreteras – puede ser realizada por instancias privadas que incluso podrían actuar de manera más económica y eficaz en esos cometidos como muestra la Historia. En otras palabras, si la autoridad no mantiene el orden, no castiga a los delincuentes, no garantiza la seguridad, no defiende las fronteras de aquellos que entran ilegalmente, no asegura que los ciudadanos puedan pasear tranquilamente por la calle… ah, en ese caso, la autoridad no está actuando de acuerdo a su primera y más importante función y entonces, cualquier pago de impuestos constituye, en realidad, una burla injusta por no decir una estafa. Por cierto, el rabino en cuestión no era un cualquiera. Se llamaba Pablo de Tarso y a día de hoy continúa siendo una de las figuras esenciales de la Historia universal.