Pensaba yo que era una manifestación de una radio que creía en si misma ignorando que aquel mismo verano FJL había intentado regresar a COPE, por supuesto, sin decirme una sola palabra al respecto. Pero no nos desviemos. En aquella ocasión, encontré Zaragoza fría y gris. Recorrí sus calles en un taxi azotado por el viento hasta llegar al cine desde donde se retransmitió el programa. Ayer, por el contrario, me propuse volver a tener ese contacto a pie. No sé las veces que habré realizado los diversos itinerarios que recorrí. Desde luego, si me dieran un euro por cada uno, reuniría una cantidad no pequeña. Ayer al repetirlos, no pude evitar una congoja creciente. Ocasionalmente, me volvía a mi escolta y le señalaba los comercios que habían existido en otro tiempo en tal o cual lugar y que ahora han sido devorados por la crisis. Los que permanecían en pie y abiertos mostraban un interior vacío y desangelado. Quizá no tiene importancia, pero no resulta grato descubrir que la tienda en la que compré los marcos para algunos de mis títulos es ahora una verdulería, que ni siquiera el supermercado de al lado de casa ha soportado la crisis o que aquel establecimiento pequeño donde tantas veces adquirí el periódico y libros de segunda mano ha desaparecido y está tapiado para que no se apoderen de él okupas. Porque yo no regresaba a Zaragoza tras años y años de ausencia, sino que procedía tan sólo de una época situada en el inicio de la crisis.
Únase a lo anterior el recuerdo continuo. Pasar delante del cine donde vi con mi hija una espantosa película de Pokemon – recuerdo al acomodador que en la puerta llamaba Pikachus a los niños que pugnaban por entrar – detenerme un instante en el lugar donde cada mañana la llevaba para ser recogida por el autobús del colegio o recordar otros eventos del pasado constituyeron una experiencia agridulce y así, con más calor que en Valencia, llegué al lugar de la firma.
La Librería General de Zaragoza es, con diferencia, la mejor librería de la ciudad. Allí estaban ya esperando algunos de los amigos de Facebook como José Antonio Arbizu y se fueron sumando otros como Gabriela o el enviado de Luis Benedicto. A pesar de la crisis, durante un buen rato, hubo una cola de gente esperando para conseguir una dedicatoria en la Historia secreta de la iglesia católica en España, No vine para quedarme oJesús, el judío. Pero no cabía engañarse. El librero – amable y locuaz – estuvo relatándome como sectores enteros de la librería habían desaparecido a causa de internet de donde, por ejemplo, la gente puede descargarse los textos legales o médicos. La crisis resultaba innegable. Durante años, conocí esa librería de varias plantas como un lugar donde casi, casi tenías que propinar codazos para abrirte paso y llegar a la caja significaba una espera a veces bastante prolongada. Ayer, puro pesar, estuve observando las ventas para descubrir que, en más de un ochenta por ciento, correspondieron a las gentes que habían venido a verme. Tuve esa misma experiencia en la feria de Madrid – en una de las firmas, el cien por cien de los libros vendidos en la ocasión fueron míos – y no pude sino sentir pesar.
Desde muchos puntos de vista, Zaragoza es como España en su conjunto. Por sus calles, pasa un tranvía innecesario y fruto de las manías de grandeza del alcalde de turno; en sus casas, vive gente que se resiste a la globalización porque ansía vivir la existencia tranquila de esos pueblos grandes que son las capitales de provincia; en sus comercios cerrados y semivacíos se percibe que la crisis es feroz y que, finalmente, con la excepción de Madrid, esta nación se halla más postrada de lo que desearíamos millones. Ni siquiera – como en los años sesenta – cabe la esperanza de que exista un foco económico y cultural como Barcelona, porque el nacionalismo catalán ha convertido a esta urbe en la más paleta de la Península al estilo, claro está, de otros puntos cardinales también infectados de nacionalismo. Pero, una vez más, no nos desviemos.
Charlamos largo y tendido el librero y yo de políticos de la tierra que conocíamos ambos. En algún momento, me señaló que hacía treinta años eran otra cosa. Le repuse yo que éramos nosotros los que éramos más jóvenes e idealistas, pero que viendo la trayectoria de ellos – Roldán no fue el peor ni mucho menos – no era para ser tan optimista. El sistema está muerto y en aquella Zaragoza no se veía en ningún lugar una foto de los nuevos reyes o una sola bandera nacional quizá porque si se proclamara la república nadie movería un dedo salvo los cuatro iluminados de la Chunta, IU y Podemos para salir a la calle con la tricolor. De nuevo, en Madrid no resulta tan claro porque la ciudad conserva cierta vidilla, pero Madrid es la excepción y no la regla en una España que tiene una deuda del 98 por ciento de su PIB y que se ha hundido más en la depresión económica gracias a la disparatada política de Montoro.
Me despedí con cariño de la gente de la Librería General porque se habían portado muy bien conmigo, pero también con el pesar oculto de que, seguramente, no los volveré a ver. Así llegué a la estación de tren donde me asaltaron los recuerdos – punzantes y tristes – de las veces que me senté en su sala de espera aguardando el tren que me llevaría de regreso a Madrid tras haber pasado un fin de semana, siempre corto, cortísimo, con mi hija Lara. Me dije que, también con seguridad, era la última vez que me detenía allí.
Al bajar al andén, me encontré a Miguel Díez, el fundador de REMAR. El ayuntamiento de Zaragoza acababa de hacerle una faena a su organización que ha salvado a decenas de miles de personas de una muerte segura. Lo había hecho después de que REMAR se gastara casi dos millones de euros no subvencionados en ayudar a la ciudad. “¡Qué difícil se está poniendo hacer el bien a los demás!”, me dijo. Estuve a punto de decirle que cada vez se iba a poner peor en esta España donde la izquierda y la iglesia católica desean mantener el monopolio encarnizado de la beneficencia porque va anejo a unas raciones de presupuesto nada pequeñas. Me callé al final porque estaba cansado de formular comentarios sobre la crisis, una crisis que parece menor si no se sale de Madrid o si vas a Valencia y tienes la suerte de que Fernando Esteso te invite a comer.
Y en medio de ese marasmo, en medio de esa España donde salvo a los contertulios de todas las tertulias, a nadie parece importarle la proclamación del nuevo monarca que sólo paralizó un poquito la ciudad de Madrid, en medio de esa crisis, me dije que lo más seguro es que no vuelva a ver esta tierra una vez que, dentro de unos días, suba al avión.