Otra de las consecuencias de que España se quedara en el campo de la Contrarreforma fue que, al igual que naciones como Portugal o Italia, adoptó una visión no precisamente positiva sobre el trabajo. Se trata de una visión que persiste hasta el día de hoy y que, como nación, nos ha causado no poco daño.
Me lo comentó hace unos años una alta autoridad académica de una importante universidad privada. “En España”, me dijo, “realizamos una Transición formal, pero, por desgracia, la mentalidad de los españoles quedó sin tocar y contra ello seguimos chocando a día de hoy”. No puedo estar más de acuerdo. La monarquía española decidió abrazar con entusiasmo la Contrarreforma y, al hacerlo, no sólo libró a la nación de los valores bíblicos que encarnaban judíos y protestantes sino que además forjó una mentalidad que, en términos sociales, ha constituido una verdadera plaga bíblica. Contra esa mentalidad, forjada en monopolio por la iglesia católica y continuada por el envés por la izquierda, se han estrellado no pocos intentos de modernización nacional y así ha sido porque los cambios de estructuras quedan muy relativizados en sus consecuencias cuando la mentalidad sigue siendo la misma. Sin duda, uno de los aspectos en que más urge cambiar esa mentalidad es el de la visión del trabajo.
Dos de los aspectos en los que más incidieron los reformadores desde el principio fue en la dignidad del trabajo, cualquiera, siempre que fuera honrado. Les bastó abrir las páginas de la Biblia para encontrar que “Entonces YHVH tomó al hombre y lo puso en el huerto del Edén, para que lo cultivara y lo cuidara. Y ordenó YHVH al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer” (Génesis 2: 15-16). La secuencia –que los judíos habían captado hacia siglos– era obvia. Antes de la Caída, Dios había ordenado al hombre que trabajara en el huerto del Edén y después de trabajarlo, tendría derecho a comer. Las consecuencias de ese regreso a la Biblia fueron fulminantes. El trabajo no es un castigo, fruto de la Caída; cualquier trabajo que no sea delictivo ni inmoral es digno; y es obligado trabajar para vivir a la vez que no está nada bien vivir de los demás. De manera nada sorprendente, las naciones que aceptaron esa visión reformada derivada de la Biblia experimentaron un cambio radical hasta el punto de que incluso sus clases privilegiadas decidieron trabajar porque estaba pésimamente considerada la holganza y fueron abriendo camino a un desarrollo económico impensable en las naciones de la Contrarreforma como España, Portugal, Italia o las de Hispanoamérica donde todavía se habla de un “concepto calvinista del trabajo” con evidente desprecio y no menor inexactitud. Ciertamente, Calvino era un extraordinario trabajador y de ello dan fe sus obras completas redactadas en tiempos nada fáciles, pero es que su punto de vista sobre el trabajo fue antecedido por otros reformadores – y, por supuesto, por los judíos – por la sencilla razón de que procedía directamente de la Biblia.
En la Europa de la Contrarreforma –que en eso como en otras cosas le debe más al pensamiento pagano que a la Biblia– siguió insistiéndose en que el trabajo era un castigo como pensaban los griegos y los romanos esclavistas y se mantuvo una visión de los trabajos que eran dignos y los que no resultaban adecuados que llega, lamentablemente, hasta la actualidad. Semejante visión además llegó a filtrarse en las diversas concepciones teológicas hasta el punto de que sigue existiendo una “vida contemplativa” supuestamente superior a la de otros fieles. Quizá sea así, pero, desde luego, no fue la que Dios le entregó a Adán en el huerto del Edén.
Semejante mentalidad persiste a día de hoy y constituye una verdadera maldición –ésa sí– para España y otras naciones de rumbo histórico semejante. El tema es de enorme actualidad y lo hemos visto en temas como la reforma laboral. Como era de esperar y no sorprenderá a los que siguen esta serie desde hace meses, la posición de la izquierda, de los sindicatos y de los partidarios de la doctrina social de la iglesia católica ha sido la misma, verificación enésima de que la izquierda española no es sino un retrato en negativo del catolicismo patrio. Para los sindicatos y la izquierda, la reforma era mala fundamentalmente por tres razones. Primero, porque les privaba de un control en monopolio de la situación; segundo, porque pretendía dar a la gente una libertad que no sabrá administrar sin que se la gestionen otros (ellos, claro está) y tercero, porque daba cancha a los miserables capitalistas frente a unos trabajadores que con todo el derecho del mundo desean trabajar lo menos posible, contar con las mayores indemnizaciones del globo y seguir practicando conductas tan ejemplares como el absentismo o el vivalavirgencismo.
Las razones de los partidarios de la doctrina social de la Iglesia católica son muy semejantes. De hecho, uno de sus portavoces habituales que por aquel entonces citaba al papa para atacar la libertad de horarios comerciales en la Comunidad de Madrid – sí, ya sé que es delirante, pero también es cierto – pocos días después, se valía de Chesterton para embestir contra la reforma laboral. Chesterton fue, sin duda, un novelista notable así como el autor de algunas hagiografías de deliciosa lectura, pero sería interesante que los católicos reflexionaran en que los libros de reflexión teológica que le dieron cierta fama y que citan ocasionalmente fueron escritos antes de su conversión al catolicismo. Dicho lo cual, Chesterton - como Tolkien o como Donoso Cortés o como el general Mola – sentía bastante resquemor hacia el progreso y creía en la articulación de la sociedad en una comarca autárquica y agraria. No digo yo que para ese pueblo de pies peludos que son los hobbits la solución esté mal, pero en la época de Internet equivale a renunciar al ordenador y regresar a la pluma de ganso. Las razones, por otro lado, de esa visión son, en el fondo, las mismas que las de la izquierda. Una visión liberal, primero, entrega a la gente a la inicua manía de pensar y priva del monopolio del pensamiento a la iglesia católica, monopolio que perdió hace tiempo, pero que algunos siguen añorando como si se tratara de una Arcadia feliz donde nunca se encendió una hoguera inquisitorial ni se expulsó a un judío. En segundo lugar, el ejercicio de la libertad puede acabar demostrando que la libertad puede ser gestionada por los individuos, lo que choca frontalmente con un sistema de sumisión jerárquica. Finalmente, demuestra que los capitalistas no son siempre unos opresores con chistera y puro y que las medidas paternalistas, lejos de favorecer a los trabajadores, los sumen en la cifra de desempleo que padece actualmente España.
Con semejante mentalidad, poco puede extrañarnos que los sindicatos – tanto los franquistas como los izquierdistas de hoy en día – sean estructuras rezumantes de privilegiados que buscan trabajar lo menos posible y vivir a costa de los demás. El ugetista José Ricardo Martínez es solo un ejemplo. Ni el único ni el más escandaloso.
Para aquellos que lo piensen, debo insistir en que la culpa de nuestra pésima situación no está en un defecto racial o en la latitud geográfica. A decir verdad, basta que los españoles salgan de España y de su lamentable mentalidad sobre el trabajo para que den mejores resultados que la mayoría. Recuerdo al respecto la historia de un emigrante de hace décadas que fue a parar a un andamio alemán. Era muy fumador y, apenas había colocado, unos ladrillos hizo una pausa en el trabajo para echar un pitillo. El capataz germánico se apresuró a decirle que se pusiera a trabajar y dejara la contaminación de los bronquios para su tiempo libre. Acuciado por el vicio, el español fingió al cabo de unos minutos que tenía que ir al cuarto de baño con la intención de fumar. La reacción del capataz fue indicarle de manera cortés, pero firme, que no le pagaban por ir al servicio y que ya podría miccionar cuando sonara la hora. Mientras continuaba trabajando, el español reflexionó que, trabajando de esa manera, para prosperar no le hacía falta marcharse a Alemania y que podía regresar a su amado país. Lo hizo y comenzó a trabajar “como un calvinista”, que dirían algunos. Acabó su vida teniendo una cadena hotelera.
No, la culpa no es de los españoles. Nuestra nación está donde está por culpa de esa mezcla de doctrina social de la Iglesia católica, de socialismo – entonces de camisa azul, ahora del puño y la rosa – de paternalismo y de aversión al liberalismo que ve con malos ojos al emprendedor y considera que hay trabajos indignos de determinadas clases sociales sin dejar de lado que el trabajo, por definición, es un castigo divino. Esa combinación con tantos puntos en común entre sus diferentes elementos nos ha llevado a la pésima situación en la que estamos y ninguno de sus componentes nos sacará de ella. Por el contrario, tendremos salida si aceptamos algunas conclusiones que hace medio milenio asumieron las naciones donde triunfó la Reforma:
El trabajo no es malo sino, intrínsecamente, bueno. Nos permite, de entrada, mantenernos a nosotros mismos y a nuestras familias. Puede que incluso nos permita disfrutar, pero, sobre todo, es una obligación social.
El trabajo, si no es inmoral o ilegal, es igualmente digno. A ningún estudiante se le van a caer los anillos por repartir pizzas, trabajar en una cafetería o despachar en un comercio. Lo mismo puede decirse de otras ocupaciones. Lo vergonzoso no es trabajar sino no hacerlo porque no agrada un puesto de trabajo y, sin embargo, aceptar que otros nos mantengan. En ese sentido, debo reconocer que no siento la menor simpatía hacia aquellas personas que, una vez despedidas, en lugar de ponerse a buscar trabajo inmediatamente, deciden vivir unas vacaciones a costa del subsidio de desempleo que costeamos los demás.
La meta de esta vida no es la jubilación anticipada. Es cierto que millones de españoles lo piensan, pero, al igual que el absentismo, es una nuestra muestra de que nuestra cultura del trabajo no es precisamente la mejor. Por el contrario, deberíamos aspirar a ser los mejores en el trabajo que llevamos a cabo y
El trabajo debe hacerse como si lo hiciéramos para Dios. En otras palabras y para ponerlo accesible para aquellas personas que no creen, el trabajo debe estar hecho de la mejor manera posible. Con esmero, con responsabilidad, con seriedad.
Si España logra arrojar de si esa mentalidad nefasta sobre el trabajo que ha tenido durante los últimos siglos, podemos tener una razonable esperanza de salir de la situación en que nos encontramos. Si, por el contrario, se empeña en transitar los aciagos caminos de antaño y en preferir la protección de la Santa Madre Iglesia o de Papá Estado a la libertad de las personas maduras… ay, si es así, no podremos salir nunca.
CONTINUARÁ