Como ustedes saben, pensé hace algo más de un año en venderlos para costear el programa La Voz y así los deposité en manos de una ONG absolutamente indigna de semejante confianza. Por un tiempo, pensé que no los recuperaría, pero, finalmente, fueron miembros de esta entidad dada a conductas nada ejemplares los que se pusieron en contacto conmigo para que me llevara los libros. Decidí yo seguir vendiendo la mayoría, pero recuperar algunos, los más cercanos los más queridos, los casi casi indispensables. Cuando volverían a mis manos era un enigma, pero los buenos amigos de Facebook y del grupo de wassapp de ese campus literario que nunca cobré y en el que perdí dinero a causa de unos impresentables idearon enviármelos hasta mi domicilio en el sur de la Florida… y llegaron. Llegaron el viernes.
Durante un rato, el conductor del camión, un ayudante y una persona a la que yo había contratado los descargaron y los metieron en el garaje y la galería de mi domicilio. Cuando, finalmente, se marcharon, comencé a abrir las cajas en busca de aquellos amigos de los que llevaba separado años. Fueron apareciendo poco a poco. Kipling y no muy lejos Mircea Eliade. Los libros de Historia de la Reforma y algunas ediciones de la Biblia. Buena parte de mi biblioteca de Historia de las religiones y volúmenes innumerables de judaísmo e islam. Los textos de grafología y las gramáticas de griego clásico y de latín. De repente, al abrir una caja, sin poderlo evitar, rompí a llorar. Había visto un volumen de una Historia universal que compré, tomo a tomo, cuando era tan sólo un niño. Costaba cada volumen 300 pts y yo juntaba aquella cantidad duro a duro privándome de coger el autobús. Los fui leyendo en desorden porque compré antes el destinado a Grecia que el correspondiente a las primeras culturas titulado El alba de la civilización. Fue entonces cuando ante mis ojos apareció aquel niño de once o doce años que se acercaba a una librería situada en los soportales cercanos a Portazgo para comprar uno a uno aquellos tomos y no pude evitar que aquella imagen me arrancara las lágrimas.
Y fueron apareciendo los volúmenes de Guillermo – aunque sólo los diez primeros a excepción, vaya usted a saber por qué del segundo – y las novelas embusteras, pero entretenidas de Lobsang Rampa que no fue jamás un monje tibetano sino un avispado fontanero británico. Y tomos y más tomos relacionados con el Hoocausto o con la Historia de Rusia y me percaté de por qué se habían esforzado tanto por que se descatalogaran aquellos libros escritos por mi en los que había aportado documentación soviética y la sencilla razón era que yo sabía de lo que hablaba y ese saber echaba por tierra todos sus mitos. Y, de repente, entre libros de Historia clásica apareció una biografía de Calígula que yo había traducido al español y recordé como, al leer mi tesis, un catedrático majadero que había colocado a su mujer en la universidad comentó en mi contra un punto de la vida del citado emperador y yo, en lugar de callarme sensatamente, lo rebatí y además señalé como no mucho antes había traducido aquella misma biografía al español. Durante años la gente se recachondeó de aquel sujeto recordando la anécdota, pero yo debería haber pensado que con semejantes antecedentes iba a ser imposible que me permitieran quedarme en la universidad y más cuando, aquel mismo año, yo sólo publiqué más que todo el departamento junto. No debería, pues sorprender, otras cosas que me han sucedido porque he seguido igual.
Y también apareció una biblia de bolsillo que compré a la orilla de unos jardines londinenses cuando viajaba con una persona a la que amaba con todo mi corazón. Y de una caja salió Psique uno de los libros más extraordinarios y difíciles de encontrar que existen. Y di con una edición de El conde de Montecristoque ahora se cotiza en miles de euros. Y apareció el mejor libro de filosofía hindú que se ha escrito, y Armengol, rey de Sobrarbe, una de las novelas que más me ha cautivado cuando yo seguramente no superaba los doce años de edad, y las historias de García Pavón al que nadie recuerda a pesar de que fue el mejor prosista español de la segunda mitad del siglo XX y los tres tomos de Paideia – cada uno en una caja diferente – y muchos libros escritos por mi de los que no tenía copia y mi primera edición de la Ilíada y la Odisea, recibidas en una noche de reyes y – joya entre las joyas – mi primer libro, el Corazón de Edmundo d´Amicis, en una edición de 1963, manchada en algunas páginas por betún. Me lo regaló mi madre cuando cumplí ocho años – o sea, hace ya medio siglo – y durante años lo leí una y otra vez. Todos aquellos libros y más iban haciendo acto de presencia mientras yo abría todas las cajas y los iba ordenando y con ellos regresaban retazos de mis existencias. Existencias, sí, porque no fueron lo mismo la infancia, la adolescencia o la juventud.
Pero no todo fueron alegrías. Un volumen de Julio Verne encuadernado en hermosa piel roja estaba totalmente deshecho, seguramente por el agua, mostrando la incuria culpable de la gente de una ONG de cuyo nombre no quiero acordarme. A ella tengo también que atribuir las ausencias porque, maltratando una carga de cultura que no podría entrar en sus estrechas molleras, embalaron mal los libros y los separaron. De la edición de Obras completas de Baroja, una edición preciosa, sólo me han llegado dos volúmenes. De la de Obras completas de Dostoyevsky que fui comprando paso a paso durante años, sólo apareció el primer volumen. De las Obras completas de R. L. Stevenson - ¿qué les habrá hecho el autor de La isla del tesoro? ¿Acaso se compararon con sus piratas y los encontraron blandos? – sólo llegaron dos volúmenes de un total de más de veinte. Y, sin embargo, ninguna de esas carencias, de esas faltas, de esas ausencias mellaron lo más mínimo mi dicha al encontrarme con aquellos viejos amigos. Viejos amigos que han regresado a mi gracias a otros amigos nuevos.
Al final, la vida es un conjunto de cauces, de idas y venidas, de meandros y corrientes, que, como dice el apóstol Pablo, se encaminan a bien. Es verdad que el campus literario del año pasado fue un desastre económico para mi, pero conocí en persona a gente extraordinaria y, gracias a ellos y otros amigos de Facebook, aquellos libros a los que había renunciando ya se van situando en estanterías de este exilio. Por otro lado, gracias también a que descubrimos su catadura, mucha gente, muchísima, no será estafada por esa ONG cuyos locales han comenzado a ser cerrados en lugares como Lima simplemente porque las autoridades ya sabe quienes son en realidad. En las dificultades es cuando se tiene ocasión de conocer a los verdaderos amigos y yo he podido reencontrarme con ellos una vez más, ahora fuera de Facebook o de wassapp, pero empujando estos libros hasta mi hogar por encima de las olas. Me gustaría abrazarlos a todos y cada uno de ellos y, lamentablemente, quizá ya no vaya a ser posible. Pero desde aquí quiero decirles que mi alma desborda gratitud hacia ellos y que siento que son un regalo que no merezco, pero que, vez tras vez, me colma de felicidad. De todo corazón, God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!