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Domingo, 24 de Noviembre de 2024

Más gris que blanco o negro

Miércoles, 1 de Julio de 2015

A lo largo de mi vida, han ido pasando los años y algunas sensaciones, como la de que Estados Unidos es una nación especialmente mal conocida en España, se han ido acentuando.

Aunque es cierto que pertenecemos a un área geo-estratégica común y consumimos productos culturales norteamericanos, como el cine, en cantidades industriales, ese desconocimiento resulta palpables en episodios como el último crimen racista acontecido en Charleston. Paso por alto los medios de comunicación que calificaban de “misa” los cultos evangélicos – un disparate no menor que el de calificar una misa como celebración del Ramadán – o los que interpretaron los círculos de oración como negros cogidos de la mano para protegerse. A fin de cuentas, España se ha caracterizado históricamente por conocer sólo la fe católica y en las últimas décadas ni en eso obtiene buenas calificaciones. Con todo, no son admisibles muchas de las afirmaciones relacionadas con el racismo, la actuación de Obama o la bandera de la confederación. Me explico. El racismo es un problema en Estados Unidos. Sin embargo, no lo es más que en otras naciones del continente americano o europeas. Quien haya recorrido Perú o Guatemala sabe que los indígenas sufren una discriminación mayor que los negros en cualquiera estado de la Unión, pero quien se moleste en escuchar las conversaciones de mis queridos compatriotas refiriéndose a los sudacas, los moracos o los ponipayos – podría citar otros términos – sabe que no es planta inexistente en una España que se jacta de no ser racista. Hay una diferencia, sin embargo, y es que en ninguna de esas naciones existe un esfuerzo tan denonado para luchar contra el racismo como en Estados Unidos. Es cierto que en Norteamérica hay racistas delirantes que califican de manera intolerable a los negros, pero también al hijo – español, por supuesto - del director de un piadoso medio en internet lo procesaron hace unos años por difundir mensajes similares a los de Roof aunque no aparecieran en la prensa. El racismo, lamentablemente, no es una lacra que se manifieste sólo en Estados Unidos y a la que podamos contemplar con la autocomplacencia del que se cree – de manera muy errónea – éticamente mejor. Se palpa sobradamente también en España y en naciones más cercanas a nosotros por razones históricas y culturales que los Estados Unidos. Si los resultados son, en apariencia, tan diferentes se debe a circunstancias – desconocidas o malentendidas – que no derivan de superioridad moral alguna. Pero de eso hablaré en otra entrega.

(y II)

Señalaba en mi última columna que, moleste a quien moleste, la sociedad norteamericana no es más racista que otras incluida la española. Sin embargo, sí cuenta con circunstancias que, a día de hoy, convierten este fenómeno en origen de dramas sangrientos. La primera es la facilidad para adquirir armas. Portar armas constituye un derecho constitucional más que comprensible dadas la geografía y la Historia norteamericanas. Ese derecho no lo discute absolutamente nadie y lo único cuestionado es si debe incluir armas tipo Kalashnikov o CETME. Alegar, pues, que Obama ha pretendido suprimir el uso general de armas y ha fracasado en el intento constituye una afirmación que no tiene apenas contacto con la realidad. Semejante circunstancia, sin embargo, facilita pasar de la obsesión malsana al asesinato y añade una peligrosidad especial a la labor policial, peligrosidad que intenta frenarse mediante el recurso rápido al armamento reglamentario. La segunda circunstancia es el hartazgo de buena parte de la población ante las medidas de discriminación positiva que benefician a los negros aunque no sólo a ellos. Es conocido el caso de la española – blanca como el papel – que alegó su condición de afro-americana para ocupar un puesto universitario consiguiéndolo porque nadie se atrevió a contradecirla. Hace apenas unas semanas, otra negra falsa era descubierta tras aprovecharse durante años de un puesto directivo gracias a esas mismas prebendas. Que todo comenzó con las mejores intenciones apenas se puede discutir; que los abusos – denunciados por no pocos negros – son flagrantes y a cargo del presupuesto también resulta innegable y, desde luego, no han contribuido a mejorar las relaciones interraciales. Finalmente, como reconocía el propio Lincoln, con la Historia se puede hacer lo que se quiera salvo escaparse de ella. Pretender que los que combatieron bajo la bandera confederada en la guerra de secesión buscaban, sobre todo, defender la esclavitud constituye un disparate. Como supo ver Dickens, los sureños optaron por la independencia porque el norte industrial impuso un arancel proteccionista - por cierto, muy inferior a los que ha disfrutado Cataluña en perjuicio del resto de España – que dañaba sus exportaciones. Dado el tributo en vidas que pagó el sur y la tragedia de la Reconstrucción, para millones esa bandera no es el pabellón del racismo sino el recuerdo de gentes quizá equivocadas, pero heroicas y amantes de su tierra. Cuando se ignoran estos factores, se puede pontificar sobre el racismo en Estados Unidos, pero sólo para presentar algo muy distinto a la realidad.

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